jueves, 5 de agosto de 2010

La última estocada




Buenos Aires, 14 de febrero

Nunca escribí una carta. Es la primera vez que lo hago en mis largos setenta años. Creo que no lo había necesitado hasta este interminable momento de agonía, en que Juan Daniel me llamó para darme la noticia. No sé aún por qué lo hizo. Son esas reflexiones estúpidas que he tratado de descifrar desde siempre. Tal vez creyó que era necesario que lo supiera, por eso me lo largó así, como si estuviese leyendo una noticia periodística:
-Santi…¿ Te enteraste?
-¿Qué cosa?
-¡Lo de Clara!...Murió. Se comenta que fue un suicidio. ¿Vos lo sabías?
Y no. No lo sabía. Mientras colgaba el auricular imaginé a Clara muerta en la arena, como un toro. Le habían dado la estocada final, podía visualizar un sufrimiento lento, su caminar tambaleante, su agradecida y última mirada a una tribuna despiadada y violenta, ansiosa de muerte y sangre.
Quedé con los ojos clavados en la baldosa. Presentí por mi mirada arenosa, que el esfuerzo realizado por no llorar había provocado un derrame en mis pupilas amarillentas. Comprendí que ella había decidido morirse sobre mis ojos.
Caí pesadamente sobre el sillón de pana verde, con la misma fuerza que antes me daba Clara cada vez que la encontraba, bajando de un tren o sonriéndome en un café. No importaba el sitio. Podía ser en Bruselas, Méjico o en el aeropuerto de Ezeiza. Me bastaba girar la cabeza para sentir, aunque no pudiera tocarla, que el tornado de nuestro amor arrasaba conferencias, silenciaba micrófonos, callaba mis breves preguntas.
No, Juan Daniel. No lo sabía- le dije, mientras pensaba que iba a odiarlo por el resto de mi vida.
- Nadie entiende por qué lo hizo-, escuché.
Posiblemente yo sí. Es probable que lo haya terminado de entender ahora, cuando la palabra muerte me golpeó en el pecho, como la oreja del toro pegándome en el alma.
Miro a mi alrededor enloquecido imaginando al público en las gradas esperando otra muerte.¡Qué impiedad, Clara!¡Si pudieses escucharme! ¿Te acordás de nuestra primera conversación? Estábamos en aquel Teatro de Roma y me acerqué mientras leías el guión de “Seis personajes en busca de un autor”.
¡Qué genio, Pirandello!- dije, creyendo hacer mi entrada triunfal por tu mundo fantástico.
- Pirandello, Borges, terminan cayendo siempre en los laberintos de Minos y en espejos que nos devuelven una imagen desfigurada de nosotros mismos. Yo busco un espejo donde reflejarme en el otro. ¡Pura utopía!
Ese día supe que había comenzado amarte desaforadamente, como es mi estilo, y eliminé todo lo que no fuera tu presencia cercana. Te necesitaba “aquí y ahora”, terrenal e inmediata. Pero vos…no podías. Ofrecías a cambio un amor más allá de los relojes que se derretían.
Fui egoísta. Caí en la trampa de los escritores enamorados de la heroína. No te creí.
Años después te encontré cuando iniciabas la pendiente de tu vida. Por algún lado habían huido los miedos que te torturaban, y brillabas. Eras feliz. Tu amor claro como tu nombre, permanecía en vos envolviéndome. Elegí entonces no irme esta vez.
Deseaba retenerte y que pudieses darme y darte un amor sin límites.
Sé que no te has suicidado. Amabas la vida ahora que el amor tenía otra mirada. Fue la tribuna…la misma que continúa juzgándonos. Será por eso que Juan Daniel quiso molestarme esta mañana.




Santiago Bruzzo arrugó la hoja y la dejó caer por el balcón. Supo con certeza que lo suyo no era escribir cartas de amor; nunca lo había hecho y no tenía sentido hacerlo ahora. Lo suyo era otra cosa.
Tomó la cámara, graduó el diafragma, calculó velocidad, luz, distancia…alguien comentó que lo había visto retroceder para visualizar a la mujer que estaba fotografiando. Seguramente desde su cámara, vio reflejada su propia alma en otro espejo infinito,…y apretó el automático. Fueron apenas segundos.
Cuando llegué al lugar, una mujer comentaba que había escuchado como un grito contenido. Sobre el asfalto estaba tendido un cuerpo rígido con una sonrisa clara, clarísima.
Burlando la seguridad subí hasta el octavo piso y entré en su departamento. Quedé unos minutos mirando esa fotografía última de su vida. Estaba velada. Preferí marcharme y cerrar la puerta.
En la calle la policía tapaba el cuerpo alejando a la tribuna que seguía opinando. A pocos metros, sobre un cerezo, se encontraba una carta que nadie había leído.





Patricia Agustín

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