sábado, 28 de agosto de 2010

DIECINUEVE Y VEINTE


Don Eulogio desató el alambre del portoncito, y esquivando la chatarra amontonada y al cusco que intentaba morderle los talones, golpeó la puerta de cartón con la mano abierta. Dora, asomó sus ojos hinchados por el sueño interrumpido y peinándose con los dedos preguntó:

-¿Qué hay, compadre?

-Che, lo microsalen a lasocho. Voencargate de avisarle a Cata y a la Loly. ¡Ah! ¡Llevá alguna bolsa, por la dudas!

Se acercaban las fiestas y no soportarían otra Navidad con la mesa vacía. Como un secreto de infidelidad, las mujeres cuchicheaban y asesoraban a sus hijos; mientras, los hombres organizaban la estrategia de una batalla…

Llegaron a la avenida Calchaquí un puñado de ellos y se pararon frente al gigante supermercado, como Quijote ante Los Molinos de Viento. Sabían que debían pelear, que no sería fácil. Acercándose, algunos más decididos exigieron mercadería; a sus espaldas, semejante a un coro a la espera del primer acorde, la gente comenzó a gritar pidiendo comida.

¡No se sabe por qué extraña razón, los pobres comenzaron a llegar de a cientos desde los confines de la zona! Dora, que había permanecido tímida al principio, se sintió fuerte y poderosa.

Empujada hacia delante, se topó con una pesada reja metálica. La agarró con una furia salvaje y la zamarreó, como le hubiese gustado hacerlo con el Juan el día que la abandonó con los cuatro pibes. Arrastrándose por debajo, entre el asfalto y esa guillotina, cruzó el límite de su indigencia. Delante suyo apareció el milagro de las góndolas repletas de alimentos; algunos ni siquiera conocía.

Rememoró un día de su infancia. En aquella vidriera, los coloridos juguetes la invitaban a un baile al que no podía asistir. Por la vereda, señoras perfumadas ignoraban su intento por vender los peines y alfileres, y atropellándola, aprisionaban su cuerpo frágil contra los regalos plateados que se hamacaban desde sus brazos. Las enruladas serpentinas rojas que caían de los envoltorios, eran serpientes de coral recorriendo sus venas tristes.

Miró a su alrededor. Los rostros se confundían con el vocerío.¡No había tiempo que perder! Colocó en la bolsa que su hija Jessica le abría, pañales, azúcar, calamares, yerba, fideos, coliflores al escabeche, sardinas, atún, arroz, corazones de alcaucil, una escoba, un cepillo de dientes.

Los estantes emprendían un visible desabastecimiento y al comprobarlo, se largó a correr girando entre los anaqueles, igual que cuando la vieja la corrió con el cinturón al descubrir su embarazo. Aquí manoteaba un salamín; por allí un trozo de carne…¡Qué linda era la muñeca de patas largas que ella había pedido!-, pensó.

Un oficial la tiró al suelo y le hizo desparramar parte de lo que había conseguido. Sus hijos, poniendo las remeras a modo de panza de canguro, tomaron lo que pudieron y escaparon del lugar.

Dora trató de levantarse, pero le habían pegado una patada en los riñones y experimentaba un ardor de fuego. Un brazo rudo y uniformado la tiró para afuera. A lo lejos, desde un camión arrojaban bolsas que la gente tironeaba y rompía, peleando y revolcándose. Eran chiquillos ante la explosión de una piñata.

Tapó su cara por los gases y se arriesgó a correr entre las balas y los palos. Corrió, corrió, corrió tanto que creyó que sus piernas se alargaaaban, se alargaaaabaaan, como la muñeca de trapo que había añorado.

Llegó a su casa con un cansancio viejo. Miró su bolsa…medio kilo de arroz y un kilo de polenta. Puso a hervir agua en un jarro y padeció la misma agonía, que de niña, cuando ante los zapatos vacíos, le dijeron esa mañana:

- Lo Reyemagos no esisten…somonosotros…tupadres.

Patricia Agustín (2001)

lunes, 23 de agosto de 2010

LA VIGILIA


El hombre observó por el ventanal, cómo la noche se iba cerrando como la vida. A lo lejos los perros aullaban presagiando desgracias, los pájaros revoloteaban indecisos en las ramas de los árboles y las ranas inauguraban su concierto en la laguna cercana.

Los dos habitantes de la casa parecían espectros a la espera del milagro que los transformase en seres nuevos. Sabían que el prodigio no se realizaría por lo menos aquella noche.

Uno de ellos corrió la silla haciéndola chirriar sobre el mosaico, y pasó revista para comprobar que todos los elementos necesarios estuviesen al alcance de su mano. No podía permitirse interrupciones. Vestía un pulóver escote en v color gris, al que amaba por puro recuerdo, una camisa escocesa y un pantalón de hilo azul un tanto gastado.

Sobre el escritorio, los papeles se mezclaban en abanicos aguardando ser ventilados, y un cenicero cargado de colillas desparejas, daba cuenta de horas de trabajo ininterrumpido.

Miró su reloj pulsera con una impaciencia nunca antes sentida, y cuando las agujas le indicaron las doce, acercó la máquina a la que rodeó con sus flacas extremidades en forma de herradura y se dispuso a continuar. Presentía que la vigilia sería irremediablemente breve, ante tanta urgencia. Enroscó la hoja con cuidado, corrió la palanca a dos espacios, apretó la mayúscula y dejó que las teclas zapatearan desaforadas al compás de su furia.

Cada tanto, releía algunas líneas para recomenzar con la certidumbre que era lo correcto, lo que cualquier padre hubiese hecho en su lugar.

Afuera, el silencio tramaba el espanto. La negrura del campo era la antítesis de sus claras y luminosas palabras. Sólo el grillo diminuto de su máquina de escribir le taladraba la prisa. Continuó sin descanso hasta que la pausa necesaria hacia un nuevo párrafo, se vio interferida por la quebrada voz de su amiga.

-No lo hagas.

-¿Mmm ?

- Que no lo hagas. Ya sabés que es peligroso-, le dijo acercando una taza de café recién preparado.

No se preocupó por responder. Tomó unos sorbos y aprovechó ese instante para limpiar los lentes de marco negro que se habían empañado por el vapor caliente.

-¿Qué ganarás con esto?- se atrevió todavía a preguntar.

El monólogo rebotó inútil por las paredes del cuarto. Ninguna frase hallaría eco en las profundas convicciones de ese hombre enloquecido, que abstraído en la penumbra de su existencia, dejaba caer en manojos, las certezas silenciadas. Cada letra, cada palabra purificaba las entrañas de la tierra.

De vez en cuando se frotaba ese corazón de palo que tantos reproches le habían ocasionado, amasaba sus dedos de tentáculo para continuar apresando el vocablo exacto.

Ya había amanecido cuando dio por finalizado el trabajo. Se aproximó a su amiga que dormitaba sentada en el sillón verde, y la despertó con dos pequeños golpes en el hombro. Sin mirarla, le tendió una copia y le dijo:

- Tomá. Leé.

Mientras esperaba la minuciosa lectura de aquellas páginas, garabateó en el cristal de una copa, unas criptografías que nadie observaría. Recordó a sus hijas, su sueño de aviador, el campo… y se reprochó haber sido tan lento para poder decir instantáneamente lo que quería.

La mujer levantó la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas que no se molestaría en ocultar. Aún segura de la respuesta, se animó a insistir:

- Todavía estás a tiempo. No lo hagas.

- Está decidido-, contestó juntando las cinco copias.

-¿Qué ganarás?

-“Dignidad”-, respondió, antes de encaminarse a la ciudad y hacer llegar “Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar”.

Patricia Agustín

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sapucay


La señora Sofía no encuentra respuestas. No quiere entender o no puede. Permanece inmóvil en la reposera mirando el campo con la vista fija en los álamos que ella misma ayudó a plantar. Por vigésima vez, con la voz entrecortada, le pide al capataz que le relate cómo fueron las cosas.

-Cuénteme-, dice entre sollozos.

Y ahí nomás, el muchacho repite como un disco rayado…

-¡Yo no tuve la culpa, doña Sofía! ¡Se lo juro por San Benito! ¡Déjeme por lo menos que le´splique! Ya sé que es tarde pa¨ splicaciones, pero si la otra mañana cuando le probaba el vestido de quince a la Martita, no me hubiese mandao al pueblo ¡Usté jué la que insistió y me dijo: Dale Juan, andá urgente hasta la tienda, y no me dio tiempo ni pa´decir agua va!

Cuando llegué a casa ese día, le conté lo que había pasado a mi señora madre mientras me cebaba uno mates. Me aconsejó que me callase, que no era cosa mía y que no debía meterme donde no me llamaban…y ya sabe. La cosa stá difícil pa´conseguir una changa. Mi papa, que Dios lo tenga en su santa gloria, ha muerto hace dos mese, es por eso que tuve miedo que usté me saque a patadas si no me creía. ¡No se enoje conmigo, doña! La cosa jué como le cuento y voy a decirle tuito lo que haga falta………………

El sábado, descués de la hermosísima fiesta que le hicieron a la niña, cuando todos se habían ido, vi caminar a su hija pa´lado del monte.¡Quise avisarle que tuviese cuidao, pero a lo lejos me pareció ver al Pablito, y entonces pensé que quizá querían despedirse sin que el patrón los descubriese…y después oí un grito sapucay…creí que era algún emborrachao de la fiesta…y bué…descués vino lo que ya sabe.

¡Todos creímos que había regresao!

Hoy cuando llegué bien tempranito, la casa estaba aún con las luce apagadas. Como todos dormían, me puse a entrar leña en el establo. Fue en ese momentísimo, justo, justo que Sultán comenzó a ladrar y gemir, como si estuviese ante la aparición de “La llorona”. Hace bien, santígüese, doña, yo hubiese hecho lo mesmo, pero ella no me dio tiempo. La Martita apareció y se desmayó a mis pies, justito aquí, donde aúra stamos sentados. Tenía el cabello sucio como una tormenta, y su vestido blanco..ensangrentado…¡Imagine el susto! No le pregunté nada. La agarré, la envolví en la sábana que Josefa había dejado tendida y la subí al carro.¡Ya sé que tendría que haberle avisao! ¡Tiene razón patrona en estar juriosa, pero …mire se lo suplico de rodillas! ¡No le miento!......................................................................................................

EL joven se sonó ruidosamente los mocos y continuó…Descué jué como una maldición del cielo…comenzó a llover. Pa¨colmo de males no había nada en el carro con qué cubrir a la pobrecita. Le di un latigazo a la yegua pa¨que se apure. El camino a El Dorado empezaba a inundarse…jué por eso que tomé el atajo. Ginebra se asustó por el ralámpago y ahí mesmo se me empacó. Nos quedamos en medio del ramaje más solo que un cementerio.

A lo lejos se escuchaban las campanas de la capilla, y supe que no llegaría pa¨encontrar al Dr. Laureano a la salida de la misa, y me quedé esperando que despertara…pero no lo hizo.

Yo no tuve la culpa, doña; jué el destino el que no quiso que usté escuchara al patrón el otro día, cuando me dijo:

-Juanito…la niña está en edad de merecer. Vaya y dígale que después de la fiesta, papá le dará..un regalo.

Patricia Agustín

jueves, 5 de agosto de 2010

La última estocada




Buenos Aires, 14 de febrero

Nunca escribí una carta. Es la primera vez que lo hago en mis largos setenta años. Creo que no lo había necesitado hasta este interminable momento de agonía, en que Juan Daniel me llamó para darme la noticia. No sé aún por qué lo hizo. Son esas reflexiones estúpidas que he tratado de descifrar desde siempre. Tal vez creyó que era necesario que lo supiera, por eso me lo largó así, como si estuviese leyendo una noticia periodística:
-Santi…¿ Te enteraste?
-¿Qué cosa?
-¡Lo de Clara!...Murió. Se comenta que fue un suicidio. ¿Vos lo sabías?
Y no. No lo sabía. Mientras colgaba el auricular imaginé a Clara muerta en la arena, como un toro. Le habían dado la estocada final, podía visualizar un sufrimiento lento, su caminar tambaleante, su agradecida y última mirada a una tribuna despiadada y violenta, ansiosa de muerte y sangre.
Quedé con los ojos clavados en la baldosa. Presentí por mi mirada arenosa, que el esfuerzo realizado por no llorar había provocado un derrame en mis pupilas amarillentas. Comprendí que ella había decidido morirse sobre mis ojos.
Caí pesadamente sobre el sillón de pana verde, con la misma fuerza que antes me daba Clara cada vez que la encontraba, bajando de un tren o sonriéndome en un café. No importaba el sitio. Podía ser en Bruselas, Méjico o en el aeropuerto de Ezeiza. Me bastaba girar la cabeza para sentir, aunque no pudiera tocarla, que el tornado de nuestro amor arrasaba conferencias, silenciaba micrófonos, callaba mis breves preguntas.
No, Juan Daniel. No lo sabía- le dije, mientras pensaba que iba a odiarlo por el resto de mi vida.
- Nadie entiende por qué lo hizo-, escuché.
Posiblemente yo sí. Es probable que lo haya terminado de entender ahora, cuando la palabra muerte me golpeó en el pecho, como la oreja del toro pegándome en el alma.
Miro a mi alrededor enloquecido imaginando al público en las gradas esperando otra muerte.¡Qué impiedad, Clara!¡Si pudieses escucharme! ¿Te acordás de nuestra primera conversación? Estábamos en aquel Teatro de Roma y me acerqué mientras leías el guión de “Seis personajes en busca de un autor”.
¡Qué genio, Pirandello!- dije, creyendo hacer mi entrada triunfal por tu mundo fantástico.
- Pirandello, Borges, terminan cayendo siempre en los laberintos de Minos y en espejos que nos devuelven una imagen desfigurada de nosotros mismos. Yo busco un espejo donde reflejarme en el otro. ¡Pura utopía!
Ese día supe que había comenzado amarte desaforadamente, como es mi estilo, y eliminé todo lo que no fuera tu presencia cercana. Te necesitaba “aquí y ahora”, terrenal e inmediata. Pero vos…no podías. Ofrecías a cambio un amor más allá de los relojes que se derretían.
Fui egoísta. Caí en la trampa de los escritores enamorados de la heroína. No te creí.
Años después te encontré cuando iniciabas la pendiente de tu vida. Por algún lado habían huido los miedos que te torturaban, y brillabas. Eras feliz. Tu amor claro como tu nombre, permanecía en vos envolviéndome. Elegí entonces no irme esta vez.
Deseaba retenerte y que pudieses darme y darte un amor sin límites.
Sé que no te has suicidado. Amabas la vida ahora que el amor tenía otra mirada. Fue la tribuna…la misma que continúa juzgándonos. Será por eso que Juan Daniel quiso molestarme esta mañana.




Santiago Bruzzo arrugó la hoja y la dejó caer por el balcón. Supo con certeza que lo suyo no era escribir cartas de amor; nunca lo había hecho y no tenía sentido hacerlo ahora. Lo suyo era otra cosa.
Tomó la cámara, graduó el diafragma, calculó velocidad, luz, distancia…alguien comentó que lo había visto retroceder para visualizar a la mujer que estaba fotografiando. Seguramente desde su cámara, vio reflejada su propia alma en otro espejo infinito,…y apretó el automático. Fueron apenas segundos.
Cuando llegué al lugar, una mujer comentaba que había escuchado como un grito contenido. Sobre el asfalto estaba tendido un cuerpo rígido con una sonrisa clara, clarísima.
Burlando la seguridad subí hasta el octavo piso y entré en su departamento. Quedé unos minutos mirando esa fotografía última de su vida. Estaba velada. Preferí marcharme y cerrar la puerta.
En la calle la policía tapaba el cuerpo alejando a la tribuna que seguía opinando. A pocos metros, sobre un cerezo, se encontraba una carta que nadie había leído.





Patricia Agustín

Mejor así


El divorcio le fumigó las certezas.
Las seguridades como cadáveres
comenzaron a emanar
su pestilente destino de archivo,
y fue necesario que el pasado
fuera sepultado sin vacilar
dentro de las cajas como nichos.

Allí quedó atrincherado
su himen papel biblia.
Sobre la cómoda,
una decena de porta retratos
exigentes de nuevos rostros.

Las fotos muertas se amontonaron
en la fosa común del olvido,
creando arquitectónicas Torres de Babel,
que sorprendidas balbuceaban
incongruentes despedidas silábicas.

Cerró satisfechas
aquel convento de clausura
y se detuvo un instante
ante el portal de los posibles.

El divorcio le fumigó las certezas
con premura, para dejarla pisotear,
como una bienaventuranza,
todos los carteles de " PROHIBIDO".



Patricia Agustín

Si vos supieras

Angelita se ha despertado sobresaltada por la pesadilla. Apenas algunos gritos, imágenes sepia que se dibujan en el aire y aquel olor nauseabundo. Se extraña de haber soñado con olores. Se tranquiliza al comprobar que su habitación huele a sábanas perfumadas, y que toda su casa es de una prolijidad casi exagerada.
Decidida se levanta, lava su cara, cepilla sus dientes y abre la ducha.Al regresar al dormitorio en busca de la ropa interior, se queda mirando el porta retrato sobre la mesa de luz. Mamá y papá abrazándola en su cumpleaños número dieciocho...-¡Cuántos años hace que luzco esta sonrisa de ortodoncia! ¡Dios mío!¡Acabo de cumplir treinta y cuatro!-, reflexiona.
Ya en la ducha la madre le grita:
-¡Angela, no olvides que tenés turno con el doctor Atisgarribia para ajustarte los aparatos!-.
-¡Uf! Ajustar los dientes, ajustar los cordones de los zapatos para que Sor Ludovica no me retara, ajustar cuentas con mi padre cuando no explico dónde ni con quién estoy...¡ Esto sí se ha parecido siempre a un regimiento!-.
Todo era ajustarse a una disciplina que no tenía ganas de soportar esa mañana. Se le ha pegado una rebeldía que no sabe de dónde le ha salido. Tal vez fuera el sueño incómodo que le ha provocado semejante fastidio...o los dientes perfectos que lucían mamá y papá...o el apuro por encontrarse con Sebastián, quien con aquellos ojos tan verdes la había invitado a participar de una charla que darían Las Abuelas en la Facultad de Filosofía y Letras.
Sí. Hoy mentiría por un rato. No daría explicaciones sobre temas que en casa no se hablaban. Inventaría que el odontólogo le cambió el turno, que estaba en un Congreso en Madrid, cualquier cosa...No podía perderse aquel encuentro..............................................................................................




Elsa recibe el llamado de Amelia. Le da la dirección exacta y la hora, por si se desencuentran, y le comenta que hay indicios en Rosario de un muchacho de unos treinta y cuatro...siente que su corazón ultrajado se emociona todavía. Sabe que no es quien busca; está segura que es una muchacha. Se lo dijo un testigo, posiblemente el último que vio a Inés con vida. De todos modos, la esperanza y la felicidad de otro encuentro le producen una agitación en sus venas, semejante al eco de potrillas salvajes.
Abre el cajón de su cómoda y saca el pañuelo blanco. Lo acaricia y recorre con la yema de sus dedos las fechas y el nombre que ella misma ha bordado con hilo azul. Medita sobre el nuevo aniversario, sobre los treinta y cuatro años que despertaron a una Elsa que no conocía. Una mujer endurecida por la impotencia, el dolor, la indiferencia, la furia y el deseo de justicia. Cada puntada en aquel pañuelo ha sido una puntada en el alma; cada letra, un pedido de ayuda; cada fecha, una luz de esperanza...
Mira su reloj pulsera y comprende que debe apurarse. Desciende los dos pisos por escalera que la llevan al afuera, al mundo, hoy. Toma un taxi y le pide al chofer que se apresure. Al llegar a la Facultad de Filosofía se pierde entre los pasillos y gira como en la plaza alrededor de unos muchachos que no la reconocen. Piensa en la memoria. Se decide a manotear el primer picaporte del salón de la izquierda. Sí, es allí.




Angelita busca a Sebastián. Le han dicho que está en la mesa de alumnos ultimando los preparativos para la conferencia. Cree que sería bueno que él la viera, que supiera que estaba allí, esperándolo. Se deja llevar por el impulso y abre la puerta del salón atolondrádamente para ir a su encuentro, pero se topa con Elsa, quien con una dulzura angelical le pide disculpas por el atropello, la acaricia con esa sonrisa despareja y le pregunta:
-¿Salís?-.
Angelita la mira, tiembla sin sentido, lo piensa y posiblemente por rebelde nomás, le contesta:
-No. Mejor...me quedo-.



Patricia Agustín


:

LA NEVADA

Cuando vio a lo lejos que se aproximaba el tren arrastró el carro, el mismo que había logrado llevarse del supermercado el día del saqueo, y corrió hasta el fondo del andén en busca del furgón para cartoneros.

La tarde se deterioraba sin remedio y anunciaba frío polar y algunas lluvias. El guarda balanceó suavemente su lámpara, indicando al maquinista que podía continuar el recorrido que los llevaría a la terminal. Se escuchó el silbato y la gran masa de hierro se puso perezosamente en marcha.

-¡Frío perro!- masculló Manuel Torres ya instalado en el vagón de los pobres.

A su derecha, Ramona le daba de mamar a su hijo de ocho meses, ante el llanto insistente del bebé que no comprendía si el lugar era inoportuno.

-¡Mirá para otro lado, querés!- gritó la mujer a un borracho mirón que no se privaba de decirle groserías.

-¿Está abrigado el pibe, doña?-preguntó Nano acercándole unas hojas de periódico. Tome, envuélvaselas debajo de la ropa para que mantenga el calorcito, que el noticiero dijo que podía nevar-, aconsejó a la mujer que conocía del barrio.

-¡No me hagas reír, pibe! ¿Nieve en Buenos Aires? ¡Sos muy pichón todavía! No creas todo lo que dicen esos aparatos…La última vez que les creí fue cuando televisaron la muerte de Perón. Después no creí en nadie.

En las estaciones intermedias, los trabajadores ascendían en medio de quejas e insultos por el mal servicio, y descendían satisfechos de haber logrado bajar de ese calvario. Parecían estar lejos de esa otra realidad que se encontraba en el furgón de cola. Algunos, cuando lograban pisar tierra firme, miraban con recelo a la multitud de manos, gritos y malos olores que emanaban los del fondo.

-Debe ser lindo llegar a un hogar tibio- pensó el adolescente, imaginando un caldo caliente, una mujer esperando su regreso, un crío durmiendo en una cuna…pero él no era uno de esos pasajeros…si lograba terminar el secundario, tal vez lo consiguiera.

Quedó inmóvil hasta que el sacudón de la frenada lo volvió a la realidad.

Bajó en Plaza Constitución y se encaminó en medio de una autopista de personas hacia la salida. Saludó en el trayecto a vendedores ambulantes, y se ocultó de una muchacha hermosa que había conocido en el baile. No era conveniente que lo viese así…

Como estaba garuando, decidió correr hasta la avenida Independencia. Esa era su zona. En la puerta del Banco, el ordenanza le había dejado apiladas unas cuántas cajas de cartón de computadoras, que la institución había determinado cambiar.

-Están buenas. Son de cartón prensado…por éstas me van a dar unos pesos más…-.

Desarmó todas las que pudo apilándolas como ramilletes en una pintura de Picasso, y dejó como un trofeo sobre las demás, una como la había encontrado. Fue hasta la oficina de correos, dobló a la derecha tres cuadras, cinco a la izquierda, ocho hasta el bajo; discutió con otro flaco por la puerta de un placard que alguien había dejado en la vereda…prefirió perder ¡No estaba para peleas esa noche! Tal vez el frío lo tenía acobardado, o la angustia, ¡Vaya a saber!

Extenuado se sentó un rato en la plaza, pero como nunca, le castañeteaban los dientes y un calambre en la pantorrilla que le llegaba al tobillo no le permitía continuar.

-¡Mierda con este invierno que no es para los pobres!-.

Levantó la vista y observó con extrañeza la noche. Algo caía como pelusa entre los pinos y se depositaba sobre su delgada campera. Era nieve. Incomprensiblemente, nieve en Buenos Aires. Sonrió por la sorpresa y por el comentario de Ramona. Se paró y empujó el chango hasta dar con un puñado de pibes, que en la calle festejaban la nevada nunca antes vista. Por un momento tuvo el deseo de sumarse a ellos y colaborar en el armado del muñeco con bufanda. Por un segundo sintió que era igual a todos y que tenían cosas en común.

Miró el reloj. Ya no tenía más tiempo. El tren de los cartoneros estaba por regresar y lo depositaría en su barrio, en su rancho con goteras y piso de tierra. Otra vez solo.

A su regreso pasó por lo de Efraín, pegó un silbido para que saliese y le dejó la enorme caja intacta.

-Tome, es para el crío. Por ahí le sirve de cuna. Y dígale a la Ramona que la próxima si se da, le traigo un cochecito que me tienen prometido-.

Enfiló como pudo para el lado del arroyo saltando charcos, nieve que continuaba acumulada en los rincones. Insultó las ruedas del carromato que se trababan con las piedras y los pozos. La nieve virgen cambiaba el paisaje que tanto conocía.

Llegó a la casa y se preparó un mate cocido. Voy a traer un perro para que me haga compañía-, dijo en voz alta. Se quitó las zapatillas mojadas, acercó la lata que usaba de brasero, tiró unos cuántos cartones para avivar las llamas y se tapó con la única frazada que le habían dado antes de las elecciones.

Antes de dormir pensó que había sido un día difícil, y que estaba la posibilidad de que en la escuela no hubiese clase.

- Y bueno, mejor me duermo rápido. Quizá las cosas buenas me estén esperando mañana-.

A las once, los bomberos intentaban apagar el incendio.

Patricia Agustín

Esta lluvia






El cielo vuelca
Su copa de nostalgia
Sobre nosotros.
Llueve.
Cae la lluvia
Como un acantilado
Cae salvaje
Como una pesadilla.

Y vos ahí
Como un ángulo
Sosteniendo el muro
Que nos separa.
Y yo aquí
Atajándolo para
Que no caiga.

Llueve
Como nuestras vidas paralelas,
Tan reales y ficticias,
Tan ficticias, reales y paralelas.
Y en los charcos
La vida y la muerte
Que se baten a duelo
Disputando marionetas y bufones.

Tranquilos,
Sólo es lluvia
Arrojada antes del descubrimiento
A un mundo plano,
O tal vez los elefantes subterráneos
Refrescando la memoria.
La tortuga duerme todavía,
Y sueña la historia de la conquista.

Es sólo lluvia,
Nada que no pueda remediar
Un buen asado con vino tinto,
Un asado muerto de pena
Y pasado por agua,
Cubierto por periódicos
Impregnados de presente.

Es la lluvia que exagera
Los almanaques descuartizados,
Desarmados en los zanjones.

Flotando van los días,
Los meses y los santos
Inventando otra leyenda
De nosotros.

No desesperen,
Dice en su repiqueteo,
Ya me detendré
Sobre esta tierra
Sedienta de porvenires,
Y les dejaré el muro
Erguido del triunfo.

Fue la lluvia bruja
Que nos ha derretido
Por un rato
Y derrumbado
Como iceberg.
Fue la lluvia
Que te arroja
Al fondo del lago
En el que te hundes,
Mientras tu voz
Me maldice, todavía.


Patricia Agustín