sábado, 28 de agosto de 2010

DIECINUEVE Y VEINTE


Don Eulogio desató el alambre del portoncito, y esquivando la chatarra amontonada y al cusco que intentaba morderle los talones, golpeó la puerta de cartón con la mano abierta. Dora, asomó sus ojos hinchados por el sueño interrumpido y peinándose con los dedos preguntó:

-¿Qué hay, compadre?

-Che, lo microsalen a lasocho. Voencargate de avisarle a Cata y a la Loly. ¡Ah! ¡Llevá alguna bolsa, por la dudas!

Se acercaban las fiestas y no soportarían otra Navidad con la mesa vacía. Como un secreto de infidelidad, las mujeres cuchicheaban y asesoraban a sus hijos; mientras, los hombres organizaban la estrategia de una batalla…

Llegaron a la avenida Calchaquí un puñado de ellos y se pararon frente al gigante supermercado, como Quijote ante Los Molinos de Viento. Sabían que debían pelear, que no sería fácil. Acercándose, algunos más decididos exigieron mercadería; a sus espaldas, semejante a un coro a la espera del primer acorde, la gente comenzó a gritar pidiendo comida.

¡No se sabe por qué extraña razón, los pobres comenzaron a llegar de a cientos desde los confines de la zona! Dora, que había permanecido tímida al principio, se sintió fuerte y poderosa.

Empujada hacia delante, se topó con una pesada reja metálica. La agarró con una furia salvaje y la zamarreó, como le hubiese gustado hacerlo con el Juan el día que la abandonó con los cuatro pibes. Arrastrándose por debajo, entre el asfalto y esa guillotina, cruzó el límite de su indigencia. Delante suyo apareció el milagro de las góndolas repletas de alimentos; algunos ni siquiera conocía.

Rememoró un día de su infancia. En aquella vidriera, los coloridos juguetes la invitaban a un baile al que no podía asistir. Por la vereda, señoras perfumadas ignoraban su intento por vender los peines y alfileres, y atropellándola, aprisionaban su cuerpo frágil contra los regalos plateados que se hamacaban desde sus brazos. Las enruladas serpentinas rojas que caían de los envoltorios, eran serpientes de coral recorriendo sus venas tristes.

Miró a su alrededor. Los rostros se confundían con el vocerío.¡No había tiempo que perder! Colocó en la bolsa que su hija Jessica le abría, pañales, azúcar, calamares, yerba, fideos, coliflores al escabeche, sardinas, atún, arroz, corazones de alcaucil, una escoba, un cepillo de dientes.

Los estantes emprendían un visible desabastecimiento y al comprobarlo, se largó a correr girando entre los anaqueles, igual que cuando la vieja la corrió con el cinturón al descubrir su embarazo. Aquí manoteaba un salamín; por allí un trozo de carne…¡Qué linda era la muñeca de patas largas que ella había pedido!-, pensó.

Un oficial la tiró al suelo y le hizo desparramar parte de lo que había conseguido. Sus hijos, poniendo las remeras a modo de panza de canguro, tomaron lo que pudieron y escaparon del lugar.

Dora trató de levantarse, pero le habían pegado una patada en los riñones y experimentaba un ardor de fuego. Un brazo rudo y uniformado la tiró para afuera. A lo lejos, desde un camión arrojaban bolsas que la gente tironeaba y rompía, peleando y revolcándose. Eran chiquillos ante la explosión de una piñata.

Tapó su cara por los gases y se arriesgó a correr entre las balas y los palos. Corrió, corrió, corrió tanto que creyó que sus piernas se alargaaaban, se alargaaaabaaan, como la muñeca de trapo que había añorado.

Llegó a su casa con un cansancio viejo. Miró su bolsa…medio kilo de arroz y un kilo de polenta. Puso a hervir agua en un jarro y padeció la misma agonía, que de niña, cuando ante los zapatos vacíos, le dijeron esa mañana:

- Lo Reyemagos no esisten…somonosotros…tupadres.

Patricia Agustín (2001)

lunes, 23 de agosto de 2010

LA VIGILIA


El hombre observó por el ventanal, cómo la noche se iba cerrando como la vida. A lo lejos los perros aullaban presagiando desgracias, los pájaros revoloteaban indecisos en las ramas de los árboles y las ranas inauguraban su concierto en la laguna cercana.

Los dos habitantes de la casa parecían espectros a la espera del milagro que los transformase en seres nuevos. Sabían que el prodigio no se realizaría por lo menos aquella noche.

Uno de ellos corrió la silla haciéndola chirriar sobre el mosaico, y pasó revista para comprobar que todos los elementos necesarios estuviesen al alcance de su mano. No podía permitirse interrupciones. Vestía un pulóver escote en v color gris, al que amaba por puro recuerdo, una camisa escocesa y un pantalón de hilo azul un tanto gastado.

Sobre el escritorio, los papeles se mezclaban en abanicos aguardando ser ventilados, y un cenicero cargado de colillas desparejas, daba cuenta de horas de trabajo ininterrumpido.

Miró su reloj pulsera con una impaciencia nunca antes sentida, y cuando las agujas le indicaron las doce, acercó la máquina a la que rodeó con sus flacas extremidades en forma de herradura y se dispuso a continuar. Presentía que la vigilia sería irremediablemente breve, ante tanta urgencia. Enroscó la hoja con cuidado, corrió la palanca a dos espacios, apretó la mayúscula y dejó que las teclas zapatearan desaforadas al compás de su furia.

Cada tanto, releía algunas líneas para recomenzar con la certidumbre que era lo correcto, lo que cualquier padre hubiese hecho en su lugar.

Afuera, el silencio tramaba el espanto. La negrura del campo era la antítesis de sus claras y luminosas palabras. Sólo el grillo diminuto de su máquina de escribir le taladraba la prisa. Continuó sin descanso hasta que la pausa necesaria hacia un nuevo párrafo, se vio interferida por la quebrada voz de su amiga.

-No lo hagas.

-¿Mmm ?

- Que no lo hagas. Ya sabés que es peligroso-, le dijo acercando una taza de café recién preparado.

No se preocupó por responder. Tomó unos sorbos y aprovechó ese instante para limpiar los lentes de marco negro que se habían empañado por el vapor caliente.

-¿Qué ganarás con esto?- se atrevió todavía a preguntar.

El monólogo rebotó inútil por las paredes del cuarto. Ninguna frase hallaría eco en las profundas convicciones de ese hombre enloquecido, que abstraído en la penumbra de su existencia, dejaba caer en manojos, las certezas silenciadas. Cada letra, cada palabra purificaba las entrañas de la tierra.

De vez en cuando se frotaba ese corazón de palo que tantos reproches le habían ocasionado, amasaba sus dedos de tentáculo para continuar apresando el vocablo exacto.

Ya había amanecido cuando dio por finalizado el trabajo. Se aproximó a su amiga que dormitaba sentada en el sillón verde, y la despertó con dos pequeños golpes en el hombro. Sin mirarla, le tendió una copia y le dijo:

- Tomá. Leé.

Mientras esperaba la minuciosa lectura de aquellas páginas, garabateó en el cristal de una copa, unas criptografías que nadie observaría. Recordó a sus hijas, su sueño de aviador, el campo… y se reprochó haber sido tan lento para poder decir instantáneamente lo que quería.

La mujer levantó la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas que no se molestaría en ocultar. Aún segura de la respuesta, se animó a insistir:

- Todavía estás a tiempo. No lo hagas.

- Está decidido-, contestó juntando las cinco copias.

-¿Qué ganarás?

-“Dignidad”-, respondió, antes de encaminarse a la ciudad y hacer llegar “Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar”.

Patricia Agustín

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sapucay


La señora Sofía no encuentra respuestas. No quiere entender o no puede. Permanece inmóvil en la reposera mirando el campo con la vista fija en los álamos que ella misma ayudó a plantar. Por vigésima vez, con la voz entrecortada, le pide al capataz que le relate cómo fueron las cosas.

-Cuénteme-, dice entre sollozos.

Y ahí nomás, el muchacho repite como un disco rayado…

-¡Yo no tuve la culpa, doña Sofía! ¡Se lo juro por San Benito! ¡Déjeme por lo menos que le´splique! Ya sé que es tarde pa¨ splicaciones, pero si la otra mañana cuando le probaba el vestido de quince a la Martita, no me hubiese mandao al pueblo ¡Usté jué la que insistió y me dijo: Dale Juan, andá urgente hasta la tienda, y no me dio tiempo ni pa´decir agua va!

Cuando llegué a casa ese día, le conté lo que había pasado a mi señora madre mientras me cebaba uno mates. Me aconsejó que me callase, que no era cosa mía y que no debía meterme donde no me llamaban…y ya sabe. La cosa stá difícil pa´conseguir una changa. Mi papa, que Dios lo tenga en su santa gloria, ha muerto hace dos mese, es por eso que tuve miedo que usté me saque a patadas si no me creía. ¡No se enoje conmigo, doña! La cosa jué como le cuento y voy a decirle tuito lo que haga falta………………

El sábado, descués de la hermosísima fiesta que le hicieron a la niña, cuando todos se habían ido, vi caminar a su hija pa´lado del monte.¡Quise avisarle que tuviese cuidao, pero a lo lejos me pareció ver al Pablito, y entonces pensé que quizá querían despedirse sin que el patrón los descubriese…y después oí un grito sapucay…creí que era algún emborrachao de la fiesta…y bué…descués vino lo que ya sabe.

¡Todos creímos que había regresao!

Hoy cuando llegué bien tempranito, la casa estaba aún con las luce apagadas. Como todos dormían, me puse a entrar leña en el establo. Fue en ese momentísimo, justo, justo que Sultán comenzó a ladrar y gemir, como si estuviese ante la aparición de “La llorona”. Hace bien, santígüese, doña, yo hubiese hecho lo mesmo, pero ella no me dio tiempo. La Martita apareció y se desmayó a mis pies, justito aquí, donde aúra stamos sentados. Tenía el cabello sucio como una tormenta, y su vestido blanco..ensangrentado…¡Imagine el susto! No le pregunté nada. La agarré, la envolví en la sábana que Josefa había dejado tendida y la subí al carro.¡Ya sé que tendría que haberle avisao! ¡Tiene razón patrona en estar juriosa, pero …mire se lo suplico de rodillas! ¡No le miento!......................................................................................................

EL joven se sonó ruidosamente los mocos y continuó…Descué jué como una maldición del cielo…comenzó a llover. Pa¨colmo de males no había nada en el carro con qué cubrir a la pobrecita. Le di un latigazo a la yegua pa¨que se apure. El camino a El Dorado empezaba a inundarse…jué por eso que tomé el atajo. Ginebra se asustó por el ralámpago y ahí mesmo se me empacó. Nos quedamos en medio del ramaje más solo que un cementerio.

A lo lejos se escuchaban las campanas de la capilla, y supe que no llegaría pa¨encontrar al Dr. Laureano a la salida de la misa, y me quedé esperando que despertara…pero no lo hizo.

Yo no tuve la culpa, doña; jué el destino el que no quiso que usté escuchara al patrón el otro día, cuando me dijo:

-Juanito…la niña está en edad de merecer. Vaya y dígale que después de la fiesta, papá le dará..un regalo.

Patricia Agustín

jueves, 5 de agosto de 2010

La última estocada




Buenos Aires, 14 de febrero

Nunca escribí una carta. Es la primera vez que lo hago en mis largos setenta años. Creo que no lo había necesitado hasta este interminable momento de agonía, en que Juan Daniel me llamó para darme la noticia. No sé aún por qué lo hizo. Son esas reflexiones estúpidas que he tratado de descifrar desde siempre. Tal vez creyó que era necesario que lo supiera, por eso me lo largó así, como si estuviese leyendo una noticia periodística:
-Santi…¿ Te enteraste?
-¿Qué cosa?
-¡Lo de Clara!...Murió. Se comenta que fue un suicidio. ¿Vos lo sabías?
Y no. No lo sabía. Mientras colgaba el auricular imaginé a Clara muerta en la arena, como un toro. Le habían dado la estocada final, podía visualizar un sufrimiento lento, su caminar tambaleante, su agradecida y última mirada a una tribuna despiadada y violenta, ansiosa de muerte y sangre.
Quedé con los ojos clavados en la baldosa. Presentí por mi mirada arenosa, que el esfuerzo realizado por no llorar había provocado un derrame en mis pupilas amarillentas. Comprendí que ella había decidido morirse sobre mis ojos.
Caí pesadamente sobre el sillón de pana verde, con la misma fuerza que antes me daba Clara cada vez que la encontraba, bajando de un tren o sonriéndome en un café. No importaba el sitio. Podía ser en Bruselas, Méjico o en el aeropuerto de Ezeiza. Me bastaba girar la cabeza para sentir, aunque no pudiera tocarla, que el tornado de nuestro amor arrasaba conferencias, silenciaba micrófonos, callaba mis breves preguntas.
No, Juan Daniel. No lo sabía- le dije, mientras pensaba que iba a odiarlo por el resto de mi vida.
- Nadie entiende por qué lo hizo-, escuché.
Posiblemente yo sí. Es probable que lo haya terminado de entender ahora, cuando la palabra muerte me golpeó en el pecho, como la oreja del toro pegándome en el alma.
Miro a mi alrededor enloquecido imaginando al público en las gradas esperando otra muerte.¡Qué impiedad, Clara!¡Si pudieses escucharme! ¿Te acordás de nuestra primera conversación? Estábamos en aquel Teatro de Roma y me acerqué mientras leías el guión de “Seis personajes en busca de un autor”.
¡Qué genio, Pirandello!- dije, creyendo hacer mi entrada triunfal por tu mundo fantástico.
- Pirandello, Borges, terminan cayendo siempre en los laberintos de Minos y en espejos que nos devuelven una imagen desfigurada de nosotros mismos. Yo busco un espejo donde reflejarme en el otro. ¡Pura utopía!
Ese día supe que había comenzado amarte desaforadamente, como es mi estilo, y eliminé todo lo que no fuera tu presencia cercana. Te necesitaba “aquí y ahora”, terrenal e inmediata. Pero vos…no podías. Ofrecías a cambio un amor más allá de los relojes que se derretían.
Fui egoísta. Caí en la trampa de los escritores enamorados de la heroína. No te creí.
Años después te encontré cuando iniciabas la pendiente de tu vida. Por algún lado habían huido los miedos que te torturaban, y brillabas. Eras feliz. Tu amor claro como tu nombre, permanecía en vos envolviéndome. Elegí entonces no irme esta vez.
Deseaba retenerte y que pudieses darme y darte un amor sin límites.
Sé que no te has suicidado. Amabas la vida ahora que el amor tenía otra mirada. Fue la tribuna…la misma que continúa juzgándonos. Será por eso que Juan Daniel quiso molestarme esta mañana.




Santiago Bruzzo arrugó la hoja y la dejó caer por el balcón. Supo con certeza que lo suyo no era escribir cartas de amor; nunca lo había hecho y no tenía sentido hacerlo ahora. Lo suyo era otra cosa.
Tomó la cámara, graduó el diafragma, calculó velocidad, luz, distancia…alguien comentó que lo había visto retroceder para visualizar a la mujer que estaba fotografiando. Seguramente desde su cámara, vio reflejada su propia alma en otro espejo infinito,…y apretó el automático. Fueron apenas segundos.
Cuando llegué al lugar, una mujer comentaba que había escuchado como un grito contenido. Sobre el asfalto estaba tendido un cuerpo rígido con una sonrisa clara, clarísima.
Burlando la seguridad subí hasta el octavo piso y entré en su departamento. Quedé unos minutos mirando esa fotografía última de su vida. Estaba velada. Preferí marcharme y cerrar la puerta.
En la calle la policía tapaba el cuerpo alejando a la tribuna que seguía opinando. A pocos metros, sobre un cerezo, se encontraba una carta que nadie había leído.





Patricia Agustín

Mejor así


El divorcio le fumigó las certezas.
Las seguridades como cadáveres
comenzaron a emanar
su pestilente destino de archivo,
y fue necesario que el pasado
fuera sepultado sin vacilar
dentro de las cajas como nichos.

Allí quedó atrincherado
su himen papel biblia.
Sobre la cómoda,
una decena de porta retratos
exigentes de nuevos rostros.

Las fotos muertas se amontonaron
en la fosa común del olvido,
creando arquitectónicas Torres de Babel,
que sorprendidas balbuceaban
incongruentes despedidas silábicas.

Cerró satisfechas
aquel convento de clausura
y se detuvo un instante
ante el portal de los posibles.

El divorcio le fumigó las certezas
con premura, para dejarla pisotear,
como una bienaventuranza,
todos los carteles de " PROHIBIDO".



Patricia Agustín

Si vos supieras

Angelita se ha despertado sobresaltada por la pesadilla. Apenas algunos gritos, imágenes sepia que se dibujan en el aire y aquel olor nauseabundo. Se extraña de haber soñado con olores. Se tranquiliza al comprobar que su habitación huele a sábanas perfumadas, y que toda su casa es de una prolijidad casi exagerada.
Decidida se levanta, lava su cara, cepilla sus dientes y abre la ducha.Al regresar al dormitorio en busca de la ropa interior, se queda mirando el porta retrato sobre la mesa de luz. Mamá y papá abrazándola en su cumpleaños número dieciocho...-¡Cuántos años hace que luzco esta sonrisa de ortodoncia! ¡Dios mío!¡Acabo de cumplir treinta y cuatro!-, reflexiona.
Ya en la ducha la madre le grita:
-¡Angela, no olvides que tenés turno con el doctor Atisgarribia para ajustarte los aparatos!-.
-¡Uf! Ajustar los dientes, ajustar los cordones de los zapatos para que Sor Ludovica no me retara, ajustar cuentas con mi padre cuando no explico dónde ni con quién estoy...¡ Esto sí se ha parecido siempre a un regimiento!-.
Todo era ajustarse a una disciplina que no tenía ganas de soportar esa mañana. Se le ha pegado una rebeldía que no sabe de dónde le ha salido. Tal vez fuera el sueño incómodo que le ha provocado semejante fastidio...o los dientes perfectos que lucían mamá y papá...o el apuro por encontrarse con Sebastián, quien con aquellos ojos tan verdes la había invitado a participar de una charla que darían Las Abuelas en la Facultad de Filosofía y Letras.
Sí. Hoy mentiría por un rato. No daría explicaciones sobre temas que en casa no se hablaban. Inventaría que el odontólogo le cambió el turno, que estaba en un Congreso en Madrid, cualquier cosa...No podía perderse aquel encuentro..............................................................................................




Elsa recibe el llamado de Amelia. Le da la dirección exacta y la hora, por si se desencuentran, y le comenta que hay indicios en Rosario de un muchacho de unos treinta y cuatro...siente que su corazón ultrajado se emociona todavía. Sabe que no es quien busca; está segura que es una muchacha. Se lo dijo un testigo, posiblemente el último que vio a Inés con vida. De todos modos, la esperanza y la felicidad de otro encuentro le producen una agitación en sus venas, semejante al eco de potrillas salvajes.
Abre el cajón de su cómoda y saca el pañuelo blanco. Lo acaricia y recorre con la yema de sus dedos las fechas y el nombre que ella misma ha bordado con hilo azul. Medita sobre el nuevo aniversario, sobre los treinta y cuatro años que despertaron a una Elsa que no conocía. Una mujer endurecida por la impotencia, el dolor, la indiferencia, la furia y el deseo de justicia. Cada puntada en aquel pañuelo ha sido una puntada en el alma; cada letra, un pedido de ayuda; cada fecha, una luz de esperanza...
Mira su reloj pulsera y comprende que debe apurarse. Desciende los dos pisos por escalera que la llevan al afuera, al mundo, hoy. Toma un taxi y le pide al chofer que se apresure. Al llegar a la Facultad de Filosofía se pierde entre los pasillos y gira como en la plaza alrededor de unos muchachos que no la reconocen. Piensa en la memoria. Se decide a manotear el primer picaporte del salón de la izquierda. Sí, es allí.




Angelita busca a Sebastián. Le han dicho que está en la mesa de alumnos ultimando los preparativos para la conferencia. Cree que sería bueno que él la viera, que supiera que estaba allí, esperándolo. Se deja llevar por el impulso y abre la puerta del salón atolondrádamente para ir a su encuentro, pero se topa con Elsa, quien con una dulzura angelical le pide disculpas por el atropello, la acaricia con esa sonrisa despareja y le pregunta:
-¿Salís?-.
Angelita la mira, tiembla sin sentido, lo piensa y posiblemente por rebelde nomás, le contesta:
-No. Mejor...me quedo-.



Patricia Agustín


:

LA NEVADA

Cuando vio a lo lejos que se aproximaba el tren arrastró el carro, el mismo que había logrado llevarse del supermercado el día del saqueo, y corrió hasta el fondo del andén en busca del furgón para cartoneros.

La tarde se deterioraba sin remedio y anunciaba frío polar y algunas lluvias. El guarda balanceó suavemente su lámpara, indicando al maquinista que podía continuar el recorrido que los llevaría a la terminal. Se escuchó el silbato y la gran masa de hierro se puso perezosamente en marcha.

-¡Frío perro!- masculló Manuel Torres ya instalado en el vagón de los pobres.

A su derecha, Ramona le daba de mamar a su hijo de ocho meses, ante el llanto insistente del bebé que no comprendía si el lugar era inoportuno.

-¡Mirá para otro lado, querés!- gritó la mujer a un borracho mirón que no se privaba de decirle groserías.

-¿Está abrigado el pibe, doña?-preguntó Nano acercándole unas hojas de periódico. Tome, envuélvaselas debajo de la ropa para que mantenga el calorcito, que el noticiero dijo que podía nevar-, aconsejó a la mujer que conocía del barrio.

-¡No me hagas reír, pibe! ¿Nieve en Buenos Aires? ¡Sos muy pichón todavía! No creas todo lo que dicen esos aparatos…La última vez que les creí fue cuando televisaron la muerte de Perón. Después no creí en nadie.

En las estaciones intermedias, los trabajadores ascendían en medio de quejas e insultos por el mal servicio, y descendían satisfechos de haber logrado bajar de ese calvario. Parecían estar lejos de esa otra realidad que se encontraba en el furgón de cola. Algunos, cuando lograban pisar tierra firme, miraban con recelo a la multitud de manos, gritos y malos olores que emanaban los del fondo.

-Debe ser lindo llegar a un hogar tibio- pensó el adolescente, imaginando un caldo caliente, una mujer esperando su regreso, un crío durmiendo en una cuna…pero él no era uno de esos pasajeros…si lograba terminar el secundario, tal vez lo consiguiera.

Quedó inmóvil hasta que el sacudón de la frenada lo volvió a la realidad.

Bajó en Plaza Constitución y se encaminó en medio de una autopista de personas hacia la salida. Saludó en el trayecto a vendedores ambulantes, y se ocultó de una muchacha hermosa que había conocido en el baile. No era conveniente que lo viese así…

Como estaba garuando, decidió correr hasta la avenida Independencia. Esa era su zona. En la puerta del Banco, el ordenanza le había dejado apiladas unas cuántas cajas de cartón de computadoras, que la institución había determinado cambiar.

-Están buenas. Son de cartón prensado…por éstas me van a dar unos pesos más…-.

Desarmó todas las que pudo apilándolas como ramilletes en una pintura de Picasso, y dejó como un trofeo sobre las demás, una como la había encontrado. Fue hasta la oficina de correos, dobló a la derecha tres cuadras, cinco a la izquierda, ocho hasta el bajo; discutió con otro flaco por la puerta de un placard que alguien había dejado en la vereda…prefirió perder ¡No estaba para peleas esa noche! Tal vez el frío lo tenía acobardado, o la angustia, ¡Vaya a saber!

Extenuado se sentó un rato en la plaza, pero como nunca, le castañeteaban los dientes y un calambre en la pantorrilla que le llegaba al tobillo no le permitía continuar.

-¡Mierda con este invierno que no es para los pobres!-.

Levantó la vista y observó con extrañeza la noche. Algo caía como pelusa entre los pinos y se depositaba sobre su delgada campera. Era nieve. Incomprensiblemente, nieve en Buenos Aires. Sonrió por la sorpresa y por el comentario de Ramona. Se paró y empujó el chango hasta dar con un puñado de pibes, que en la calle festejaban la nevada nunca antes vista. Por un momento tuvo el deseo de sumarse a ellos y colaborar en el armado del muñeco con bufanda. Por un segundo sintió que era igual a todos y que tenían cosas en común.

Miró el reloj. Ya no tenía más tiempo. El tren de los cartoneros estaba por regresar y lo depositaría en su barrio, en su rancho con goteras y piso de tierra. Otra vez solo.

A su regreso pasó por lo de Efraín, pegó un silbido para que saliese y le dejó la enorme caja intacta.

-Tome, es para el crío. Por ahí le sirve de cuna. Y dígale a la Ramona que la próxima si se da, le traigo un cochecito que me tienen prometido-.

Enfiló como pudo para el lado del arroyo saltando charcos, nieve que continuaba acumulada en los rincones. Insultó las ruedas del carromato que se trababan con las piedras y los pozos. La nieve virgen cambiaba el paisaje que tanto conocía.

Llegó a la casa y se preparó un mate cocido. Voy a traer un perro para que me haga compañía-, dijo en voz alta. Se quitó las zapatillas mojadas, acercó la lata que usaba de brasero, tiró unos cuántos cartones para avivar las llamas y se tapó con la única frazada que le habían dado antes de las elecciones.

Antes de dormir pensó que había sido un día difícil, y que estaba la posibilidad de que en la escuela no hubiese clase.

- Y bueno, mejor me duermo rápido. Quizá las cosas buenas me estén esperando mañana-.

A las once, los bomberos intentaban apagar el incendio.

Patricia Agustín

Esta lluvia






El cielo vuelca
Su copa de nostalgia
Sobre nosotros.
Llueve.
Cae la lluvia
Como un acantilado
Cae salvaje
Como una pesadilla.

Y vos ahí
Como un ángulo
Sosteniendo el muro
Que nos separa.
Y yo aquí
Atajándolo para
Que no caiga.

Llueve
Como nuestras vidas paralelas,
Tan reales y ficticias,
Tan ficticias, reales y paralelas.
Y en los charcos
La vida y la muerte
Que se baten a duelo
Disputando marionetas y bufones.

Tranquilos,
Sólo es lluvia
Arrojada antes del descubrimiento
A un mundo plano,
O tal vez los elefantes subterráneos
Refrescando la memoria.
La tortuga duerme todavía,
Y sueña la historia de la conquista.

Es sólo lluvia,
Nada que no pueda remediar
Un buen asado con vino tinto,
Un asado muerto de pena
Y pasado por agua,
Cubierto por periódicos
Impregnados de presente.

Es la lluvia que exagera
Los almanaques descuartizados,
Desarmados en los zanjones.

Flotando van los días,
Los meses y los santos
Inventando otra leyenda
De nosotros.

No desesperen,
Dice en su repiqueteo,
Ya me detendré
Sobre esta tierra
Sedienta de porvenires,
Y les dejaré el muro
Erguido del triunfo.

Fue la lluvia bruja
Que nos ha derretido
Por un rato
Y derrumbado
Como iceberg.
Fue la lluvia
Que te arroja
Al fondo del lago
En el que te hundes,
Mientras tu voz
Me maldice, todavía.


Patricia Agustín

miércoles, 21 de julio de 2010

Apocalipsis

No seré yo quien reconstruya
el reloj de arena derramado en el desierto.
Los cristales han lacerado impiadosos
mis manos ciegas de caricias.
Conservo sólo las vendas pegoteadas
que como serpientes se enroscaron
en los muñones leprosos de mi pena.

No seré yo quien abra mis dedos de abanico
para atajar cual flechas de Ulises
tus desesperados gritos.

Será el titán embravecido de venganza
que amasando victorioso el génesis del tiempo
elevará su mirada ganadora
y nos gritará, póker servido.

viernes, 16 de julio de 2010

altavoz: Tierras Vírgenes

altavoz: Tierras Vírgenes: "Las niñas bailotean alegres una danza africana. Sus pies diminutos tamborilean sobre la panza del mundo, un mundo de piel neg..."

SIN PIEDAD


…”Debéis por lo tanto, hablar de alguien

que amó no con prudencia, sino con exceso,

no de alguien devorado por los celos…”

W. Shakespeare (Otelo-Acto V)

“¡Atorranta! ¡Hacerme esto a mí, con lo que yo la quiero! Pero…¡No va a quedar así!¡Ah, nooo!¡ Ya verá esa putita de lo que soy capaz!”.

Fue hasta la primera cabina disponible, levantó el tubo y marcó el número. Un arisco contestador le respondió que ella no estaba en casa y que dejara un mensaje después de la señal. Colgó con rabia y desconcierto.¡Cómo era posible! Caminó hacia la telefonista, le tendió un puñado de monedas que ni siquiera había contado, y salió del local sin percatarse que la empleada lo llamaba para darle el vuelto.

Recorrió la cuadra hasta el café de siempre, y se ubicó en el rincón de caza y pesca reservado para los clientes del lugar. Se imaginó a Don Lorenzo, el kiosquero gritándole: ¡Qué hacés, Reno!, y a aquellos mocosos insolentes cantando a su paso:”A la lata, al latero, a la hija del almacenero…al pin, al pon, al cornudo de Don Simón”…

Apoyando la cabeza sobre el ventanal, vio sus ojos descascarados como espejos en casa de antigüedades, y reconoció que ya no era joven; sin embargo eso no justificaba que aquella mujerzuela pudiese dejarlo así, con semejante deshonra a cuestas. Debía crear la coartada perfecta que le posibilitara la venganza.

Inspiró con dificultad el aire húmedo de la tarde. Otra vez la puntada en la base de los pulmones hizo que tomara otra posición en la silla de roble. Aprovechó el movimiento para estirar el brazo y pedir un café. ¿Qué haría? ¿Quién sería su rival? ¿Le pediría la escopeta a Lautaro?

Existía la posibilidad de la duda. ¿Y si después de matarla se enterase que todo había sido una trágica confusión? ¿Si la ausencia se debía a la llegada de un telegrama anunciando la desaparición de un pariente en Gualeguay?

El mozo se acercó a la mesa y le tendió el pocillo:

-¿Quiere algo más, señor?- lo interrogó con tonada de provincia.

-Sí. ¿Tiene el diario de hoy por ahí?- contestó Simón en un intento por distraerse.

Mientras aguardaba, se miró en el enorme espejo de una de las paredes laterales para constatar si las guampas ya se le notaban. A su lado, el mozo permanecía inmóvil.

-¿Qué pasa? ¿Se me ven?-.

-¿Qué cosa, señor?- contestó con asombro.

-Nada, nada. ¡Déme el periódico y vaya!

En primera plana, leyó: “HOMBRE CUARENTÓN ASESINA A SU NOVIA AHOGÁNDOLA EN TANQUE AUSTRALIANO”.

El caballero que se encontraba en la mesa a su derecha, estirando el cuello acotó:

-¡Seguro, seguro que la mina lo corneó! Como diría un amigo…del cajón y de los cuernos, nadie se salva…

Deseaba llorar, gritar hasta quedar mudo… Bebió el primer sorbo de un café casi frío. La lluvia había comenzado a caer sobre los transeúntes que corrían como si se tratase de El Diluvio Universal, y en la vereda una jauría de perros sarnosos daba espectáculo gratuito de amor sin barreras.

Pensó nuevamente en María Eugenia, en su cuerpo, en sus piernas perfectas, en sus pechos como naranjos en flor, tarareó el tango…Desde la calle se oía un megáfono promocionando la película “Infidelidad”. Todo parecía un complot en su contra.

Mejor se iba de allí, mejor le daba una oportunidad para explicarle por qué había faltado a la cita. No debía dejarse llevar por los celos.

Con un gesto llamó al mozo y le pagó la consumición. Estaba feliz, casi feliz. Puso sus manos en el antebrazo de la silla en ademán para pararse cuando un sonido estrepitoso lo detuvo. Sobre su mesa, unos ojos vidriosos lo miraban. La cabeza de un alce, trofeo del dueño del local, desprendiéndose de la pared que lo endiosaba, le ofrecía su sonrisa perfecta.

Patricia Agustín

martes, 13 de julio de 2010

Tierras Vírgenes


Las niñas bailotean alegres una danza africana. Sus pies diminutos tamborilean sobre la panza del mundo, un mundo de piel negra como su continente. A cada golpe, la tierra se agrieta formando anchas estrías sedientas de lluvia.

Una de las pequeñas ingresa al centro de la ronda mientras el resto canturrea al ritmo del baile. Ríen, giran, se empujan en una ceremonia donde se prohíbe la presencia masculina; sólo mujeres unidas por idénticos recuerdos.

- ¿Estás feliz?- le dice su hermana mayor.

- Mucho- contesta Kimi

- ¡Seremos ricos cuando te cases con Julami!

El festejo continúa hasta bien entrada la tarde. Recién cuando el enorme sol comienza a pedalear en el horizonte, la música cesa abruptamente e ingresa la comadrona.

Namur, la madre de Kimina, se acerca y le susurra al oído lo que no debe olvidar, y dando la espalda se aleja junto a otras madres perdiéndose entre las chozas. Entonces, el ejército solitario de chiquillas, inicia un castañeteo de dientes de leche semejante a una trágica canción de cuna.

La vieja muy cerca, prepara solemne los utensilios en un rito ancestral. Sus manos delgadas y huesudas son los mapas físicos de ríos oscuros. Todas sus venas parecerían desembocar en el Mar Rojo de otra creencia. La anciana se mueve con sigilo entre las niñas que hipnotizadas por el colorido atuendo, abren sus ojos azabaches y escuchan silenciosas el sonido de las pulseras de cascabel.

Sobre el paisaje, se amontonan vasijas con monosílabos, trapos descoloridos con abreviaturas, elementos cortantes y algunas gasas que esperan a la comadrona. Ësta sentada sobre el suelo apisonado, estar por dar inicio a la fatídica costumbre.

-¡Tú!- dice la hechicera señalando a Kimina. La toma del brazo y la acuesta entre aquellas piernas heladas, de acero.

Kimina sabe que no debe llorar. Una lágrima suya podría tirar por la borda los presagios de un matrimonio feliz, y el desprecio de los hombres de la comarca.

-Má...-llama la pequeña con sus labios mojados de miedo. -¡Quiero ir con mamina!- implora a su carcelera.

-¿No querrás ser una desdichada,o sí?- sentencia la sexagenaria con su voz ronca por el tabaco.

La criatura contabiliza los camellos que le entregarán a su padre,la sonrisa de su prometido. Recuerda a Julami diciéndole que la amaba…mas cuando la anciana abre con sus garras sus temblorosos muslos en ángulo, piensa que difícilmente lo logre, ya que un remolino nauseabundo ha comenzado a subir por la garganta. Desea vomitar su corazón tambor, que embravecido, patea sin piedad esternón y cabeza confundiendo el ritmo de la vida.

De golpe, un dolor de rayo le zigzaguea por la columna y deja en su caída, su clítoris derrumbado. Entonces sin poder evitarlo, el alarido desgarrador atraviesa los hemisferios.

En el cielo, la primera estrella tiembla observando aquel pujo último e inútil de la tierra virgen. Kimina Wada escucha antes del desmayo:

-¿ Te dije que no debías llorar! ¡Ahora, no puedo asegurarte que vayas a ser feliz!

Patricia Agustín

sábado, 10 de julio de 2010

Ezequiel

La señorita Hebe es rubia, alta, gordita. Tiene rulos amarillos como un limón; no se parece a las otras mujeres del barrio. Observa a Ezequiel que está sentado en su silla. Le llama la atención su mirada, algo en él ha cambiado. No tuvo que reprenderlo esta mañana rogándole que se siente, que no grite, que trabaje.

Escribe la fecha en el pizarrón negro y desvencijado con letra caligráfica. Coloca con una tiza color rosa, el título: ...”Resolvemos”... y anota el problemita.

El salón huele a sucio aún cuando no lo está. A la puerta verde alguien la dobló de una patada y le hizo saltar la bisagra inferior. Las paredes conservan sólo alguna lámina ajada, recuerdo del último robo en la escuela, y un abecedario con vagones de colores que ningún alumno parece mirar.

Ezequiel sí lo mira, y se queda con la vista perdida leyendo:…” A! B! C!”... ¡C de Coca!- piensa-, mientras traga la saliva espesa que le inunda la boca a borbotones.

Hace calor en el aula. El sol comenzó a recalentar las chapas del techo que crujen y se dilatan. Un sofocón intenso hace que ese cuerpo menudo, escondido bajo el guardapolvo sin botones, se sienta como un incendio. La mira ahora a la señorita¡Qué hermosa es! Recuerda al tío diciéndole:-“Ché, stá buena tu seño, stá”… Le contesta que no se dice está, sino que ¡Es buena!

Ella se acerca y trae un perfume como de primavera. Se decide a copiar el problema en su cuaderno de hojas manchadas, antes de que lo rete…...”Don Julio, el almacenero, compró doce gaseosas con envase descartable. Doña Matilde se llevó dos. ¿Cuántas le quedan?”

-“¡Mirá vos, doña Matilde!” - piensa.” Ayer le pedí agua cuando terminamos el partido, y ¡Me dijo que no tenía nada!”

Las zapatillas de su hermano Alfredo le quedan chicas, y se le ha hecho un agujero redondo como pastilla de menta justo arriba del dedo gordo. Hace la cuenta. Doce menos dos, igual…diez.

-“¡Diez Coca-Colas bien frías y con burbujas que me hagan cosquillas en la nariz!”- piensa.

La maestra habla algo de los sueños y le pregunta a Fernandito, el más bajito de primer grado:”¿Cuál es tu deseo?” Se levanta y contesta:-“Crecer, seño, crecer”-...y todos ríen. Ezequiel no. Cree que es un tonto. No quiere ser grande como su hermano Pedro, ni como sus amigos. Especialmente ése, El Pancho…cuando le pide una gaseosa siempre contesta lo mismo:-“Eso es de putitos, maricón”.Cuando tengas mi edad, te va a gustar la birra”…, entonces prefiere irse rezongando y usa de pelota una latita machucada.

Ahora se acuerda del día anterior, en El Cruce. La cola es interminable. Cola- piensa, como la coca. Había encontrado en la calle aquel envase descartable. Alguien le hizo el favor de cortárselo por la mitad, Justo donde estaba la etiqueta. Se acercó tímido, estiró el brazo flaco y extendió la botella mutilada. Una mano generosa le volcó dentro guiso, sacado de la gran olla. Detrás suyo, una columna de hombres y mujeres gritaba:-PI-QUE-TEROS,CARAJO”,” PI-QUE-TEROS,CARAJO”…… El humo de las gomas incendiadas no tiene el mismo olor que la seño…...

-“Seño, seño. Ezequiel se quedó dormido”- dice Pablo.

Hebe se acerca al banco, acaricia su cabecita despeinada y le pregunta:

-“¿Tenés sueño?”-.

ËL enojadísimo, le contesta:-” ¡¡Yo no sueño, maestra. YO, NO SUEÑO!!”

Patricia Agustín

EZEQUIEL

EL CANDIDATO


Conocí a Sergio accidentalmente en la casa de mi amiga Laura. Ël estudiaba para veterinario con el novio de ella, y habían pasado a buscar unos apuntes que había dejado olvidados. Fue una visita rápida y no hubo ningún tipo de conversación. Cuando se fueron, Mirta, que era una mujer muy sabia, me miró de reojo y dijo:

- Este sí que es un buen candidato-, esperando alguna señal de aprobación mía, pero como yo conocía las artimañas que utilizaba la madre de mi amiga para sacar información, hice oídos sordos al comentario, y le pedí permiso para ir en busca de una remera que Laura me prestaría para el baile del sábado.

La verdad es que me entró a picar el bichito de la intriga, y empecé a investigar datos sobre el muchacho en cuestión. Con quién vivía, qué hacía, si tenía novia…esas preguntas que solemos hacer las mujeres cuando tenemos un hombre en la mira. Las respuestas que encontré fueron de lo más satisfactorias. Sergio estaba cursando el tercer año de la carrera, había rendido un concurso para Martillero Público, colaboraba con su familia realizando trámites de gestoría…y para completar mi deslumbramiento adolescente, se paseaba con un “Torino” espectacular y fumaba cigarrillos “Benson”, los más caros. En seguida me puse en campaña para conquistarlo.

Después de muchas idas y vueltas nos pusimos de novios. Todos sabemos que el amor hace que los seres humanos nos trasformemos en tontos, pero lo mío fue ganar el primer premio a la estupidez.

De a poco me fui enterando que, el fantástico y maravilloso seductor que estaba a mi lado, no estaba en tercer año de la facultad, sino en primero. Materias aprobadas, una. El examen de Martillero lo había rendido mal y el auto con el que se paseaba era de un tío que se lo prestaba cuando caía de visita. Como no podía ser de otro modo, los cigarrillos terminé pagándolos yo. El joven no tenía una moneda ni para regalarme un alfajor “ Capitán del Espacio”, que era el que me gustaba.

Mi padre decía que el amor era ciego, sordo y tartamudo y tenía razón, porque a los pocos meses de iniciado el romance me convenció para que le prestase unos pesos, ya que tenía un proyecto sensacional para ganar dinero. Cuando le pregunté de qué se trataba, sin muchas vueltas me contestó:

-“Voy a comprar una chancha”-.

-¿Una qué?, interrogué sin salir de mi asombro.

-¡Es un gran negocio! Mirá, mi mamá tiene un campito en las afueras de Varela y nos presta el lugar para criarla. La única condición que pide es que, aprovechando el viaje le dé de comer a los bichitos que ella tiene allí.

- ¿Y qué se puede hacer con una cerda?-, cuestioné, ignorante de ese tipo de trabajo.

-¡Un negoción! La hacemos preñar y para Navidad la cría ya tiene los kilos suficientes como para venderlos. ¿Quién no compra un lechoncito para las fiestas?

Tomó la calculadora (para matemática siempre fue rápido), y se dedicó a sumar, restar, dividir y multiplicar hasta comprobar que los números cerraban perfectos. Cuantos más chanchitos tuviese Kukita, así terminó llamándose, más dinero podíamos ahorrar y más rápido podríamos casarnos. Entusiasmada por las promesas y creyendo que de esa forma tal vez haría que trabajase, le di el dinero.

Los meses que siguieron fueron muy duros, porque la camioneta de sus padres era un cascajo viejo que la mayoría de las veces estaba rota, por lo tanto debía ir hasta el campo en colectivo. Cuando funcionaba, me pedía plata para cargar combustible, y realizar el recorrido por las verdulerías que tenía apalabradas, para retirar los desperdicios de frutas y verduras, y viajar los cuarenta kilómetros hasta “La Colorada”.

Un día Sergio me cuestionó acerca de por qué no lo acompañaba y conocía a nuestro pequeño capital. No muy convencida decidí hacerlo. El viaje me resultó interminable y la chanchita que yo imaginé de los cuentitos de Disney, terminó siendo un animal monstruoso que pesaba sesenta kilos, y que en cuanto divisó mi presencia me corrió como un toro. Indignada me encerré en cuanto pude en el ranchito, al que ellos llamaban el casco de la estancia, buscando refugio; pero una cabra se subió al banco en el que me encontraba sentada y se tomó el resto de vino de los vasos. Borracha, me lamía la cara.

En el camino de vuelta prometí no regresar a ese lugar inmundo, y le dije que no esperase otra cosa de mí.

Una tarde mientras estudiaba con unas compañeras para el final de griego, mi enamorado me llamó por teléfono.

-“Amor”, dijo. Tengo una noticia buena y una mala para darte.

-¿Qué pasa?- interrogué.

-¿Cuál querés primero?

-¡La buena!- me apresuré a contestar tratando de que algo me levantase el ánimo.

-¡Somos padres! Kukita tuvo cría a la madrugada.

-¡Fuimos padres!- grité, para que supiesen mis amigas que estaban pendientes de la conversación.

-¿Cuántos tuvo?- preguntaban impacientes para ir sacando la cuenta de nuestra empresa capitalista.

-Once- respondió no tan eufórico.

-¡Once!- pegué el alarido.

-Sí- me dijo, pero hay un problema.

Los minutos que siguieron me sentí como en una sala de partos a la espera, de que el médico me avisara que había tenido un extraterrestre o algo así.

- La chancha después de parir, se acostó sobre ellos y mató a nueve- confesó en un susurro.

-¿Cóoooooommmmoooooo?-.

Me puse a llorar desconsoladamente, mientras no paraba de secarme las lágrimas e insultar al porcino en griego, latín, japonés y esperanto.

-¡No puede hacerme esta chanchada!- decía, en medio de las carcajadas de Alicia y Juana.

Los días que siguieron fueron de discusión en discusión, ya que su madre no había podido pagar el alquiler y nos hacía responsables de la mitad del mismo. Argumentaba que éramos unos explotadores y que teníamos la obligación de colaborar, porque después de todo…la chancha era nuestra.

Enfurecida e indignada, le exigí que vendiera o pusiese en remate a los cerditos con su progenitora, o se terminaba la relación.

En aquel entonces creí que era porque me quería, que entró a buscar el modo de deshacerse de ellos. Pero como el tiempo pasaba y no aparecía comprador, le sugerí que hiciésemos una rifa para Fin de Año, con los chanchos como premio. No puso objeción, y comenzamos a vender entre los conocidos los números. Supongo que fue porque la gente ya había gastado el aguinaldo en regalos de Navidad, pero lo cierto es que el día de sorteo nos quedamos con más de la mitad del talonario sin vender.

Los números ganadores fueron el veintidós (el loco), y el treinta y dos (la plata). Rápidamente fuimos en busca de nuestras anotaciones, con la esperanza de que no se hubiesen vendido y así realizar otra rifa para Reyes. El veintidós lo sacó el carnicero de la esquina de casa; el otro, doña Teté, del Centro de Jubilados llamado “Peor es

morirse”.

Dentro de nuestros cálculos no estaba, que a los jóvenes cerditos había que matarlos y limpiarlos, para que se transformaran en deliciosos lechones listos para ser devorados. Esto representó un gasto extra, ya que mi novio no tenía coraje y hubo que contratar a Don Julio, un matarife de la zona, para que realizara el asesinato.

- Sabés, me dijo cuando volvió del campo, de los dos que teníamos, uno se comieron mis viejos para la fiesta.

¡No podía creerlo! Saqué de mis ahorros y encargamos uno en la granja de Don Pepe para dárselo a la jubilada, que ya andaba hablando pavadas.

Durante los siguientes treinta días estuvimos separados. No contesté a uno solo de sus llamados. No quería saber nada hasta que no vendiese la chancha y me devolviera el dinero invertido.

Un martes, tocó timbre sin previo aviso, dijo que me extrañaba y que había logrado deshacerse del animal. Acepté sin dar vueltas. Cuando salí a despedirlo después de la reconciliación, me señaló la parte trasera de la Ford desvencijada.

-“Asomate. Mirá lo que compré con la plata de la chancha…”-.

Desde el interior de unas cajas, prolijamente ordenadas pude ver, setenta patitos recién nacidos que me miraban con desesperación.

-“¡ No sabés qué rico es el pato a la naranja!”, me dijo.

Patricia Agustín

martes, 6 de julio de 2010

Altavoz II

Hoy me he vuelto ecologista.
Mi autoestima se alza zigzagueante
en un carnaval subterráneo
como serpentina.
Absorbo mi propio llanto
agradecida por los nutrientes
que me dieron los traidores.
En el Tártaro
Hades me ha devorado.
Fui excremento.
Afrodita conocedora de mi esencia
me transforma.
Soy semilla.
Rompo la cáscara petrificada
de mis fracasos
convencida de que
me elevaré oxigenada,
y seré tallo.

Decisiones

A veces caigo
enredada en los escombros
de la risa.
Cara o ceca
pregunta el destino sin rostro;
me toma por el lomo
y me gira.
Y gira la historia de mi vida
emparedada entre dos instantes:
Ayer, mañana
Ayer, mañana
Ayer, mañana
y aunque mareada
me incorporo,
me sostengo entre el compás de espera,
y dando un puñetazo
le grito:
¡ Cara! ¡¡ Me quedo con la vida!!

Búsquedas



Porque uno no va por la vida
buscando campanas rotas de iglesias derrumbadas.
Sin embargo a veces uno llega después del terremoto,
y no hay más que grietas en los muros
y escombros en las calles desoladas.
No vamos buscando
que el trapecista caiga en el intento,
ni que al león famélico de circo
apenas le quede el rugido del desierto.
Esperamos otra cosa,
el esplendor del relámpago germinado,
un sol con los pelos de punta,
un mar de nubes sin tsunami.

martes, 29 de junio de 2010

Altavoz I











Porque las puertas se cierran

Por hartazgo o por vendavales

Y aunque los ojos transpiren la savia que le queda

En forma de burbuja acuosa,

No podré salvarme.

Los finales son eso ¿no?

Un mirar buscando lo que nunca estuvo

Las certezas del mal amor,

Del que nunca fue otra cosa que

Un poema inconcluso

Un colibrí perforado

En la boca de un sapo

Que lo escupe

Rencoroso por no tener alas.

Pobre sapo de panza fría, pienso….

Se perdió los aromas de la tierra.

Dos Vidas


El doctor Limardi es un hombre joven, prolijo, minucioso. Sus manos se parecen más a las de un bajista, que a las de un obstetra. Retumban sus pasos en un pasillo silencioso y húmedo. Empuja la puerta bamboleante que queda ventilando al viento. Toma la bata, el barbijo, las botas y se las coloca. Olfatea la habitación. Se cepilla las uñas casi con rabia, con soberbia. Las seca y se pone los guantes que se le pegan como amebas. Recuerda en ese instante el sueño incómodo que lo despertó a la madrugada...” ¡Toda una noche de desvelo por esa puta pesadilla! ¡Mierda! ¡Ni se puede descansar últimamente!” Le pregunta a la enfermera si ya ingresaron a la muchacha. “Sí, señor”, contesta Rosa.

El médico camina con decisión hasta la sala contigua. Sobre la camilla fría y metálica, Claudia espera. Había nacido en San Fernando hacía veintitrés años, un dos de febrero.”Tiene los cabellos rubios como el trigo” había dicho su padre. “Será una mujercita inquieta”, predijo la neonatóloga.

En la sala, se escucha un repiqueteo de preguntas sin respuestas. Un dolor agudo como acero la hace contorsionarse. Jadea. Su cabeza gira loca. Busca algo. Jadea, jadea, jadea y llega a una tregua que se convierte en suspiro lejano…el dolor cesa. Y otra vez jadeo. “Inspire, expire, inspire, expire, inspire, expire. Sople, sople”, dice la partera…

…soplo…soplo las velitas…la torta…tiene rulos blancos…un payaso me sonríe…me asusta…no me agrada…soplo, soplo, soplo, jadeo, jadeo, jadeo…

Jadeo mientras busco…un escondite…para que…Tomás…no me encuentre…

¡Ay! … ¡Qué dolor!...en los ri…ñones… ¡Qué molesto!...siempre haciendo trampa!...me descubrió…¡Dios!...¿ Dónde está… tu misericordia?...pujo…pujo…pujo…era lindo Tomás… yo lo quería…después…se mudó…dejé de…verlo…tengo sed…¡Dios, Dios, Dios!...¿ Quién…quién los parió…a estos…monstruos?...quiero gritar…estoy seca…de palabras…jadeo, jadeo…devoraron mis…latidos…fue en la facultad…sí…allí volví…a encontrarlo... se alegró… y me…invitó a la reunión…tocaba la guitarra…respiro y pujo…uuuno…doos…trees…cuaatro…ciinco…seeis…sieete…

Oocho…nueve…diez…respiro…respiro el aire…del campo…la yegua…acaba de dar… a luz… un potrillo blanco…inspiro, expiro…inspiro, expiro… ¿Dejarán que vea…a mi…hijo? ¿Qué rostro tendrá…el futuro?...ahí viene…otra vez…este dolor…macheteando…el presente…me mareo…me mareo…me obligan a jugar…al gallito ciego…no me gusta…siempre Tomás…molestándome… ¡Aaaaaaah!...que no grite…que me calle…esa voz…es la misma…que escuché…cuando los escorpiones…debajo…de las uñas…las ratas…y su olor…a limpio…¡Qué asco!...el dolor no me deja…su perfume…es el mismo…me encontré con Fernando…me habló de traición…no le creí…Tomás no es capaz…llega, llega…¡Ahí viene!...¡ pujá, pujá, putita!...me dice...ocho, nueve, diez…¡ es una niña!...yo quiero que me desaten…la venda…necesito verla…estoy cansada…muy…can…sa…………………………………………………………………

-Tomás Limardi, teléfono- dice Ortiz. El médico se saca los guantes, levanta el tubo, recibe la indicación. Cuelga.

-Oficial, lleve a la niña a lo del Capitán Barris. Lo estará esperando.

-Perdón-interrumpe la enfermera-, la muchacha no reacciona. ¿Qué hacemos?

El doctor queda callado, gira su rostro transpirado, la mira con desprecio y le contesta:

- Un baño de inmersión, Rosa. La rutina.

Para que las Abuelas ganen el Premio Nobel de la Paz y aparezcan los 400 nietos que faltan.

Patricia Agustín