jueves, 5 de agosto de 2010

Si vos supieras

Angelita se ha despertado sobresaltada por la pesadilla. Apenas algunos gritos, imágenes sepia que se dibujan en el aire y aquel olor nauseabundo. Se extraña de haber soñado con olores. Se tranquiliza al comprobar que su habitación huele a sábanas perfumadas, y que toda su casa es de una prolijidad casi exagerada.
Decidida se levanta, lava su cara, cepilla sus dientes y abre la ducha.Al regresar al dormitorio en busca de la ropa interior, se queda mirando el porta retrato sobre la mesa de luz. Mamá y papá abrazándola en su cumpleaños número dieciocho...-¡Cuántos años hace que luzco esta sonrisa de ortodoncia! ¡Dios mío!¡Acabo de cumplir treinta y cuatro!-, reflexiona.
Ya en la ducha la madre le grita:
-¡Angela, no olvides que tenés turno con el doctor Atisgarribia para ajustarte los aparatos!-.
-¡Uf! Ajustar los dientes, ajustar los cordones de los zapatos para que Sor Ludovica no me retara, ajustar cuentas con mi padre cuando no explico dónde ni con quién estoy...¡ Esto sí se ha parecido siempre a un regimiento!-.
Todo era ajustarse a una disciplina que no tenía ganas de soportar esa mañana. Se le ha pegado una rebeldía que no sabe de dónde le ha salido. Tal vez fuera el sueño incómodo que le ha provocado semejante fastidio...o los dientes perfectos que lucían mamá y papá...o el apuro por encontrarse con Sebastián, quien con aquellos ojos tan verdes la había invitado a participar de una charla que darían Las Abuelas en la Facultad de Filosofía y Letras.
Sí. Hoy mentiría por un rato. No daría explicaciones sobre temas que en casa no se hablaban. Inventaría que el odontólogo le cambió el turno, que estaba en un Congreso en Madrid, cualquier cosa...No podía perderse aquel encuentro..............................................................................................




Elsa recibe el llamado de Amelia. Le da la dirección exacta y la hora, por si se desencuentran, y le comenta que hay indicios en Rosario de un muchacho de unos treinta y cuatro...siente que su corazón ultrajado se emociona todavía. Sabe que no es quien busca; está segura que es una muchacha. Se lo dijo un testigo, posiblemente el último que vio a Inés con vida. De todos modos, la esperanza y la felicidad de otro encuentro le producen una agitación en sus venas, semejante al eco de potrillas salvajes.
Abre el cajón de su cómoda y saca el pañuelo blanco. Lo acaricia y recorre con la yema de sus dedos las fechas y el nombre que ella misma ha bordado con hilo azul. Medita sobre el nuevo aniversario, sobre los treinta y cuatro años que despertaron a una Elsa que no conocía. Una mujer endurecida por la impotencia, el dolor, la indiferencia, la furia y el deseo de justicia. Cada puntada en aquel pañuelo ha sido una puntada en el alma; cada letra, un pedido de ayuda; cada fecha, una luz de esperanza...
Mira su reloj pulsera y comprende que debe apurarse. Desciende los dos pisos por escalera que la llevan al afuera, al mundo, hoy. Toma un taxi y le pide al chofer que se apresure. Al llegar a la Facultad de Filosofía se pierde entre los pasillos y gira como en la plaza alrededor de unos muchachos que no la reconocen. Piensa en la memoria. Se decide a manotear el primer picaporte del salón de la izquierda. Sí, es allí.




Angelita busca a Sebastián. Le han dicho que está en la mesa de alumnos ultimando los preparativos para la conferencia. Cree que sería bueno que él la viera, que supiera que estaba allí, esperándolo. Se deja llevar por el impulso y abre la puerta del salón atolondrádamente para ir a su encuentro, pero se topa con Elsa, quien con una dulzura angelical le pide disculpas por el atropello, la acaricia con esa sonrisa despareja y le pregunta:
-¿Salís?-.
Angelita la mira, tiembla sin sentido, lo piensa y posiblemente por rebelde nomás, le contesta:
-No. Mejor...me quedo-.



Patricia Agustín


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