lunes, 23 de agosto de 2010

LA VIGILIA


El hombre observó por el ventanal, cómo la noche se iba cerrando como la vida. A lo lejos los perros aullaban presagiando desgracias, los pájaros revoloteaban indecisos en las ramas de los árboles y las ranas inauguraban su concierto en la laguna cercana.

Los dos habitantes de la casa parecían espectros a la espera del milagro que los transformase en seres nuevos. Sabían que el prodigio no se realizaría por lo menos aquella noche.

Uno de ellos corrió la silla haciéndola chirriar sobre el mosaico, y pasó revista para comprobar que todos los elementos necesarios estuviesen al alcance de su mano. No podía permitirse interrupciones. Vestía un pulóver escote en v color gris, al que amaba por puro recuerdo, una camisa escocesa y un pantalón de hilo azul un tanto gastado.

Sobre el escritorio, los papeles se mezclaban en abanicos aguardando ser ventilados, y un cenicero cargado de colillas desparejas, daba cuenta de horas de trabajo ininterrumpido.

Miró su reloj pulsera con una impaciencia nunca antes sentida, y cuando las agujas le indicaron las doce, acercó la máquina a la que rodeó con sus flacas extremidades en forma de herradura y se dispuso a continuar. Presentía que la vigilia sería irremediablemente breve, ante tanta urgencia. Enroscó la hoja con cuidado, corrió la palanca a dos espacios, apretó la mayúscula y dejó que las teclas zapatearan desaforadas al compás de su furia.

Cada tanto, releía algunas líneas para recomenzar con la certidumbre que era lo correcto, lo que cualquier padre hubiese hecho en su lugar.

Afuera, el silencio tramaba el espanto. La negrura del campo era la antítesis de sus claras y luminosas palabras. Sólo el grillo diminuto de su máquina de escribir le taladraba la prisa. Continuó sin descanso hasta que la pausa necesaria hacia un nuevo párrafo, se vio interferida por la quebrada voz de su amiga.

-No lo hagas.

-¿Mmm ?

- Que no lo hagas. Ya sabés que es peligroso-, le dijo acercando una taza de café recién preparado.

No se preocupó por responder. Tomó unos sorbos y aprovechó ese instante para limpiar los lentes de marco negro que se habían empañado por el vapor caliente.

-¿Qué ganarás con esto?- se atrevió todavía a preguntar.

El monólogo rebotó inútil por las paredes del cuarto. Ninguna frase hallaría eco en las profundas convicciones de ese hombre enloquecido, que abstraído en la penumbra de su existencia, dejaba caer en manojos, las certezas silenciadas. Cada letra, cada palabra purificaba las entrañas de la tierra.

De vez en cuando se frotaba ese corazón de palo que tantos reproches le habían ocasionado, amasaba sus dedos de tentáculo para continuar apresando el vocablo exacto.

Ya había amanecido cuando dio por finalizado el trabajo. Se aproximó a su amiga que dormitaba sentada en el sillón verde, y la despertó con dos pequeños golpes en el hombro. Sin mirarla, le tendió una copia y le dijo:

- Tomá. Leé.

Mientras esperaba la minuciosa lectura de aquellas páginas, garabateó en el cristal de una copa, unas criptografías que nadie observaría. Recordó a sus hijas, su sueño de aviador, el campo… y se reprochó haber sido tan lento para poder decir instantáneamente lo que quería.

La mujer levantó la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas que no se molestaría en ocultar. Aún segura de la respuesta, se animó a insistir:

- Todavía estás a tiempo. No lo hagas.

- Está decidido-, contestó juntando las cinco copias.

-¿Qué ganarás?

-“Dignidad”-, respondió, antes de encaminarse a la ciudad y hacer llegar “Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar”.

Patricia Agustín

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