sábado, 28 de agosto de 2010

DIECINUEVE Y VEINTE


Don Eulogio desató el alambre del portoncito, y esquivando la chatarra amontonada y al cusco que intentaba morderle los talones, golpeó la puerta de cartón con la mano abierta. Dora, asomó sus ojos hinchados por el sueño interrumpido y peinándose con los dedos preguntó:

-¿Qué hay, compadre?

-Che, lo microsalen a lasocho. Voencargate de avisarle a Cata y a la Loly. ¡Ah! ¡Llevá alguna bolsa, por la dudas!

Se acercaban las fiestas y no soportarían otra Navidad con la mesa vacía. Como un secreto de infidelidad, las mujeres cuchicheaban y asesoraban a sus hijos; mientras, los hombres organizaban la estrategia de una batalla…

Llegaron a la avenida Calchaquí un puñado de ellos y se pararon frente al gigante supermercado, como Quijote ante Los Molinos de Viento. Sabían que debían pelear, que no sería fácil. Acercándose, algunos más decididos exigieron mercadería; a sus espaldas, semejante a un coro a la espera del primer acorde, la gente comenzó a gritar pidiendo comida.

¡No se sabe por qué extraña razón, los pobres comenzaron a llegar de a cientos desde los confines de la zona! Dora, que había permanecido tímida al principio, se sintió fuerte y poderosa.

Empujada hacia delante, se topó con una pesada reja metálica. La agarró con una furia salvaje y la zamarreó, como le hubiese gustado hacerlo con el Juan el día que la abandonó con los cuatro pibes. Arrastrándose por debajo, entre el asfalto y esa guillotina, cruzó el límite de su indigencia. Delante suyo apareció el milagro de las góndolas repletas de alimentos; algunos ni siquiera conocía.

Rememoró un día de su infancia. En aquella vidriera, los coloridos juguetes la invitaban a un baile al que no podía asistir. Por la vereda, señoras perfumadas ignoraban su intento por vender los peines y alfileres, y atropellándola, aprisionaban su cuerpo frágil contra los regalos plateados que se hamacaban desde sus brazos. Las enruladas serpentinas rojas que caían de los envoltorios, eran serpientes de coral recorriendo sus venas tristes.

Miró a su alrededor. Los rostros se confundían con el vocerío.¡No había tiempo que perder! Colocó en la bolsa que su hija Jessica le abría, pañales, azúcar, calamares, yerba, fideos, coliflores al escabeche, sardinas, atún, arroz, corazones de alcaucil, una escoba, un cepillo de dientes.

Los estantes emprendían un visible desabastecimiento y al comprobarlo, se largó a correr girando entre los anaqueles, igual que cuando la vieja la corrió con el cinturón al descubrir su embarazo. Aquí manoteaba un salamín; por allí un trozo de carne…¡Qué linda era la muñeca de patas largas que ella había pedido!-, pensó.

Un oficial la tiró al suelo y le hizo desparramar parte de lo que había conseguido. Sus hijos, poniendo las remeras a modo de panza de canguro, tomaron lo que pudieron y escaparon del lugar.

Dora trató de levantarse, pero le habían pegado una patada en los riñones y experimentaba un ardor de fuego. Un brazo rudo y uniformado la tiró para afuera. A lo lejos, desde un camión arrojaban bolsas que la gente tironeaba y rompía, peleando y revolcándose. Eran chiquillos ante la explosión de una piñata.

Tapó su cara por los gases y se arriesgó a correr entre las balas y los palos. Corrió, corrió, corrió tanto que creyó que sus piernas se alargaaaban, se alargaaaabaaan, como la muñeca de trapo que había añorado.

Llegó a su casa con un cansancio viejo. Miró su bolsa…medio kilo de arroz y un kilo de polenta. Puso a hervir agua en un jarro y padeció la misma agonía, que de niña, cuando ante los zapatos vacíos, le dijeron esa mañana:

- Lo Reyemagos no esisten…somonosotros…tupadres.

Patricia Agustín (2001)

2 comentarios:

  1. Sé bienvenida a mi blog. Desgraciadamente has llegado en un momento muy poco prolífico -circunstancias personales me impiden dedicarle el tiempo requerido al sitio-.

    Nos leemos ;)

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