sábado, 10 de julio de 2010

EL CANDIDATO


Conocí a Sergio accidentalmente en la casa de mi amiga Laura. Ël estudiaba para veterinario con el novio de ella, y habían pasado a buscar unos apuntes que había dejado olvidados. Fue una visita rápida y no hubo ningún tipo de conversación. Cuando se fueron, Mirta, que era una mujer muy sabia, me miró de reojo y dijo:

- Este sí que es un buen candidato-, esperando alguna señal de aprobación mía, pero como yo conocía las artimañas que utilizaba la madre de mi amiga para sacar información, hice oídos sordos al comentario, y le pedí permiso para ir en busca de una remera que Laura me prestaría para el baile del sábado.

La verdad es que me entró a picar el bichito de la intriga, y empecé a investigar datos sobre el muchacho en cuestión. Con quién vivía, qué hacía, si tenía novia…esas preguntas que solemos hacer las mujeres cuando tenemos un hombre en la mira. Las respuestas que encontré fueron de lo más satisfactorias. Sergio estaba cursando el tercer año de la carrera, había rendido un concurso para Martillero Público, colaboraba con su familia realizando trámites de gestoría…y para completar mi deslumbramiento adolescente, se paseaba con un “Torino” espectacular y fumaba cigarrillos “Benson”, los más caros. En seguida me puse en campaña para conquistarlo.

Después de muchas idas y vueltas nos pusimos de novios. Todos sabemos que el amor hace que los seres humanos nos trasformemos en tontos, pero lo mío fue ganar el primer premio a la estupidez.

De a poco me fui enterando que, el fantástico y maravilloso seductor que estaba a mi lado, no estaba en tercer año de la facultad, sino en primero. Materias aprobadas, una. El examen de Martillero lo había rendido mal y el auto con el que se paseaba era de un tío que se lo prestaba cuando caía de visita. Como no podía ser de otro modo, los cigarrillos terminé pagándolos yo. El joven no tenía una moneda ni para regalarme un alfajor “ Capitán del Espacio”, que era el que me gustaba.

Mi padre decía que el amor era ciego, sordo y tartamudo y tenía razón, porque a los pocos meses de iniciado el romance me convenció para que le prestase unos pesos, ya que tenía un proyecto sensacional para ganar dinero. Cuando le pregunté de qué se trataba, sin muchas vueltas me contestó:

-“Voy a comprar una chancha”-.

-¿Una qué?, interrogué sin salir de mi asombro.

-¡Es un gran negocio! Mirá, mi mamá tiene un campito en las afueras de Varela y nos presta el lugar para criarla. La única condición que pide es que, aprovechando el viaje le dé de comer a los bichitos que ella tiene allí.

- ¿Y qué se puede hacer con una cerda?-, cuestioné, ignorante de ese tipo de trabajo.

-¡Un negoción! La hacemos preñar y para Navidad la cría ya tiene los kilos suficientes como para venderlos. ¿Quién no compra un lechoncito para las fiestas?

Tomó la calculadora (para matemática siempre fue rápido), y se dedicó a sumar, restar, dividir y multiplicar hasta comprobar que los números cerraban perfectos. Cuantos más chanchitos tuviese Kukita, así terminó llamándose, más dinero podíamos ahorrar y más rápido podríamos casarnos. Entusiasmada por las promesas y creyendo que de esa forma tal vez haría que trabajase, le di el dinero.

Los meses que siguieron fueron muy duros, porque la camioneta de sus padres era un cascajo viejo que la mayoría de las veces estaba rota, por lo tanto debía ir hasta el campo en colectivo. Cuando funcionaba, me pedía plata para cargar combustible, y realizar el recorrido por las verdulerías que tenía apalabradas, para retirar los desperdicios de frutas y verduras, y viajar los cuarenta kilómetros hasta “La Colorada”.

Un día Sergio me cuestionó acerca de por qué no lo acompañaba y conocía a nuestro pequeño capital. No muy convencida decidí hacerlo. El viaje me resultó interminable y la chanchita que yo imaginé de los cuentitos de Disney, terminó siendo un animal monstruoso que pesaba sesenta kilos, y que en cuanto divisó mi presencia me corrió como un toro. Indignada me encerré en cuanto pude en el ranchito, al que ellos llamaban el casco de la estancia, buscando refugio; pero una cabra se subió al banco en el que me encontraba sentada y se tomó el resto de vino de los vasos. Borracha, me lamía la cara.

En el camino de vuelta prometí no regresar a ese lugar inmundo, y le dije que no esperase otra cosa de mí.

Una tarde mientras estudiaba con unas compañeras para el final de griego, mi enamorado me llamó por teléfono.

-“Amor”, dijo. Tengo una noticia buena y una mala para darte.

-¿Qué pasa?- interrogué.

-¿Cuál querés primero?

-¡La buena!- me apresuré a contestar tratando de que algo me levantase el ánimo.

-¡Somos padres! Kukita tuvo cría a la madrugada.

-¡Fuimos padres!- grité, para que supiesen mis amigas que estaban pendientes de la conversación.

-¿Cuántos tuvo?- preguntaban impacientes para ir sacando la cuenta de nuestra empresa capitalista.

-Once- respondió no tan eufórico.

-¡Once!- pegué el alarido.

-Sí- me dijo, pero hay un problema.

Los minutos que siguieron me sentí como en una sala de partos a la espera, de que el médico me avisara que había tenido un extraterrestre o algo así.

- La chancha después de parir, se acostó sobre ellos y mató a nueve- confesó en un susurro.

-¿Cóoooooommmmoooooo?-.

Me puse a llorar desconsoladamente, mientras no paraba de secarme las lágrimas e insultar al porcino en griego, latín, japonés y esperanto.

-¡No puede hacerme esta chanchada!- decía, en medio de las carcajadas de Alicia y Juana.

Los días que siguieron fueron de discusión en discusión, ya que su madre no había podido pagar el alquiler y nos hacía responsables de la mitad del mismo. Argumentaba que éramos unos explotadores y que teníamos la obligación de colaborar, porque después de todo…la chancha era nuestra.

Enfurecida e indignada, le exigí que vendiera o pusiese en remate a los cerditos con su progenitora, o se terminaba la relación.

En aquel entonces creí que era porque me quería, que entró a buscar el modo de deshacerse de ellos. Pero como el tiempo pasaba y no aparecía comprador, le sugerí que hiciésemos una rifa para Fin de Año, con los chanchos como premio. No puso objeción, y comenzamos a vender entre los conocidos los números. Supongo que fue porque la gente ya había gastado el aguinaldo en regalos de Navidad, pero lo cierto es que el día de sorteo nos quedamos con más de la mitad del talonario sin vender.

Los números ganadores fueron el veintidós (el loco), y el treinta y dos (la plata). Rápidamente fuimos en busca de nuestras anotaciones, con la esperanza de que no se hubiesen vendido y así realizar otra rifa para Reyes. El veintidós lo sacó el carnicero de la esquina de casa; el otro, doña Teté, del Centro de Jubilados llamado “Peor es

morirse”.

Dentro de nuestros cálculos no estaba, que a los jóvenes cerditos había que matarlos y limpiarlos, para que se transformaran en deliciosos lechones listos para ser devorados. Esto representó un gasto extra, ya que mi novio no tenía coraje y hubo que contratar a Don Julio, un matarife de la zona, para que realizara el asesinato.

- Sabés, me dijo cuando volvió del campo, de los dos que teníamos, uno se comieron mis viejos para la fiesta.

¡No podía creerlo! Saqué de mis ahorros y encargamos uno en la granja de Don Pepe para dárselo a la jubilada, que ya andaba hablando pavadas.

Durante los siguientes treinta días estuvimos separados. No contesté a uno solo de sus llamados. No quería saber nada hasta que no vendiese la chancha y me devolviera el dinero invertido.

Un martes, tocó timbre sin previo aviso, dijo que me extrañaba y que había logrado deshacerse del animal. Acepté sin dar vueltas. Cuando salí a despedirlo después de la reconciliación, me señaló la parte trasera de la Ford desvencijada.

-“Asomate. Mirá lo que compré con la plata de la chancha…”-.

Desde el interior de unas cajas, prolijamente ordenadas pude ver, setenta patitos recién nacidos que me miraban con desesperación.

-“¡ No sabés qué rico es el pato a la naranja!”, me dijo.

Patricia Agustín

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