martes, 13 de julio de 2010

Tierras Vírgenes


Las niñas bailotean alegres una danza africana. Sus pies diminutos tamborilean sobre la panza del mundo, un mundo de piel negra como su continente. A cada golpe, la tierra se agrieta formando anchas estrías sedientas de lluvia.

Una de las pequeñas ingresa al centro de la ronda mientras el resto canturrea al ritmo del baile. Ríen, giran, se empujan en una ceremonia donde se prohíbe la presencia masculina; sólo mujeres unidas por idénticos recuerdos.

- ¿Estás feliz?- le dice su hermana mayor.

- Mucho- contesta Kimi

- ¡Seremos ricos cuando te cases con Julami!

El festejo continúa hasta bien entrada la tarde. Recién cuando el enorme sol comienza a pedalear en el horizonte, la música cesa abruptamente e ingresa la comadrona.

Namur, la madre de Kimina, se acerca y le susurra al oído lo que no debe olvidar, y dando la espalda se aleja junto a otras madres perdiéndose entre las chozas. Entonces, el ejército solitario de chiquillas, inicia un castañeteo de dientes de leche semejante a una trágica canción de cuna.

La vieja muy cerca, prepara solemne los utensilios en un rito ancestral. Sus manos delgadas y huesudas son los mapas físicos de ríos oscuros. Todas sus venas parecerían desembocar en el Mar Rojo de otra creencia. La anciana se mueve con sigilo entre las niñas que hipnotizadas por el colorido atuendo, abren sus ojos azabaches y escuchan silenciosas el sonido de las pulseras de cascabel.

Sobre el paisaje, se amontonan vasijas con monosílabos, trapos descoloridos con abreviaturas, elementos cortantes y algunas gasas que esperan a la comadrona. Ësta sentada sobre el suelo apisonado, estar por dar inicio a la fatídica costumbre.

-¡Tú!- dice la hechicera señalando a Kimina. La toma del brazo y la acuesta entre aquellas piernas heladas, de acero.

Kimina sabe que no debe llorar. Una lágrima suya podría tirar por la borda los presagios de un matrimonio feliz, y el desprecio de los hombres de la comarca.

-Má...-llama la pequeña con sus labios mojados de miedo. -¡Quiero ir con mamina!- implora a su carcelera.

-¿No querrás ser una desdichada,o sí?- sentencia la sexagenaria con su voz ronca por el tabaco.

La criatura contabiliza los camellos que le entregarán a su padre,la sonrisa de su prometido. Recuerda a Julami diciéndole que la amaba…mas cuando la anciana abre con sus garras sus temblorosos muslos en ángulo, piensa que difícilmente lo logre, ya que un remolino nauseabundo ha comenzado a subir por la garganta. Desea vomitar su corazón tambor, que embravecido, patea sin piedad esternón y cabeza confundiendo el ritmo de la vida.

De golpe, un dolor de rayo le zigzaguea por la columna y deja en su caída, su clítoris derrumbado. Entonces sin poder evitarlo, el alarido desgarrador atraviesa los hemisferios.

En el cielo, la primera estrella tiembla observando aquel pujo último e inútil de la tierra virgen. Kimina Wada escucha antes del desmayo:

-¿ Te dije que no debías llorar! ¡Ahora, no puedo asegurarte que vayas a ser feliz!

Patricia Agustín

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