viernes, 16 de julio de 2010

SIN PIEDAD


…”Debéis por lo tanto, hablar de alguien

que amó no con prudencia, sino con exceso,

no de alguien devorado por los celos…”

W. Shakespeare (Otelo-Acto V)

“¡Atorranta! ¡Hacerme esto a mí, con lo que yo la quiero! Pero…¡No va a quedar así!¡Ah, nooo!¡ Ya verá esa putita de lo que soy capaz!”.

Fue hasta la primera cabina disponible, levantó el tubo y marcó el número. Un arisco contestador le respondió que ella no estaba en casa y que dejara un mensaje después de la señal. Colgó con rabia y desconcierto.¡Cómo era posible! Caminó hacia la telefonista, le tendió un puñado de monedas que ni siquiera había contado, y salió del local sin percatarse que la empleada lo llamaba para darle el vuelto.

Recorrió la cuadra hasta el café de siempre, y se ubicó en el rincón de caza y pesca reservado para los clientes del lugar. Se imaginó a Don Lorenzo, el kiosquero gritándole: ¡Qué hacés, Reno!, y a aquellos mocosos insolentes cantando a su paso:”A la lata, al latero, a la hija del almacenero…al pin, al pon, al cornudo de Don Simón”…

Apoyando la cabeza sobre el ventanal, vio sus ojos descascarados como espejos en casa de antigüedades, y reconoció que ya no era joven; sin embargo eso no justificaba que aquella mujerzuela pudiese dejarlo así, con semejante deshonra a cuestas. Debía crear la coartada perfecta que le posibilitara la venganza.

Inspiró con dificultad el aire húmedo de la tarde. Otra vez la puntada en la base de los pulmones hizo que tomara otra posición en la silla de roble. Aprovechó el movimiento para estirar el brazo y pedir un café. ¿Qué haría? ¿Quién sería su rival? ¿Le pediría la escopeta a Lautaro?

Existía la posibilidad de la duda. ¿Y si después de matarla se enterase que todo había sido una trágica confusión? ¿Si la ausencia se debía a la llegada de un telegrama anunciando la desaparición de un pariente en Gualeguay?

El mozo se acercó a la mesa y le tendió el pocillo:

-¿Quiere algo más, señor?- lo interrogó con tonada de provincia.

-Sí. ¿Tiene el diario de hoy por ahí?- contestó Simón en un intento por distraerse.

Mientras aguardaba, se miró en el enorme espejo de una de las paredes laterales para constatar si las guampas ya se le notaban. A su lado, el mozo permanecía inmóvil.

-¿Qué pasa? ¿Se me ven?-.

-¿Qué cosa, señor?- contestó con asombro.

-Nada, nada. ¡Déme el periódico y vaya!

En primera plana, leyó: “HOMBRE CUARENTÓN ASESINA A SU NOVIA AHOGÁNDOLA EN TANQUE AUSTRALIANO”.

El caballero que se encontraba en la mesa a su derecha, estirando el cuello acotó:

-¡Seguro, seguro que la mina lo corneó! Como diría un amigo…del cajón y de los cuernos, nadie se salva…

Deseaba llorar, gritar hasta quedar mudo… Bebió el primer sorbo de un café casi frío. La lluvia había comenzado a caer sobre los transeúntes que corrían como si se tratase de El Diluvio Universal, y en la vereda una jauría de perros sarnosos daba espectáculo gratuito de amor sin barreras.

Pensó nuevamente en María Eugenia, en su cuerpo, en sus piernas perfectas, en sus pechos como naranjos en flor, tarareó el tango…Desde la calle se oía un megáfono promocionando la película “Infidelidad”. Todo parecía un complot en su contra.

Mejor se iba de allí, mejor le daba una oportunidad para explicarle por qué había faltado a la cita. No debía dejarse llevar por los celos.

Con un gesto llamó al mozo y le pagó la consumición. Estaba feliz, casi feliz. Puso sus manos en el antebrazo de la silla en ademán para pararse cuando un sonido estrepitoso lo detuvo. Sobre su mesa, unos ojos vidriosos lo miraban. La cabeza de un alce, trofeo del dueño del local, desprendiéndose de la pared que lo endiosaba, le ofrecía su sonrisa perfecta.

Patricia Agustín

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